Autora Karla Sterloff
1.
Han pasado treinta y cuatro días de confinamiento involuntario. Mis perros están felices, me siguen por toda la casa. Al menos eso interpreto desde mi cómodo antropo-centro y me digo: “son felices, si estoy cerca de ellos”. Camila mueve la cola.
2.
Yo que en estado natural estoy casi siempre de mal humor, hiperalerta y ansiosa, llevo varios días sin dormir y pasando del divorcio con la humanidad a la reconciliación sin recato alguno.
Nunca como ahora, siento la proximidad de los balcones de los vecinos como esta inquietante molestia. Me doy cuenta de detalles que no quiero saber. Él le grita a ella, ella le grita a él. Sus bebés lloran. Mis perros ladran demasiado. Una de las hijas de los vecinos se llama Camila. Así se llama también una de mis perras. Ambas son criaturas feroces, bulliciosas y pequeñas. Supongo que ellos tampoco me toleran cuando la llamo.
3.
Yo también soy un animal doméstico. Me he acostumbrado a salir de la cama sin el sonido del despertador y hay días que no me baño. Lo primero que hago es revisar mi celular para constatar cuántos contagios tenemos en el scrapbook. Luego, acomodar el día laboral en el día doméstico para que no sea todo de teletrabajo y despiadada producción. A veces siento que cuando recuerde estos días de pandemia, me veré lavando eternas filas de trastos y pensando en el número de muertos.
4.
La gente está muriendo. Al principio de esta cuarentena lloré. Esta nueva realidad es aterradora, dolorosa y lejana. Ahora, varios meses más después del encierro, no sé lo que siento. He visto escenas de calamares nadando en Venecia, pumas caminando sin pudor frente a las casas de un pueblo vecino, personas en batallas campales por el papel higiénico en el supermercado o inyectándose desinfectante en las venas. Lo último, hogueras, colchones quemados frente a albergues para pacientes de Covid-19. Seguimos muriendo. Hoy quinientos contagios.
5.
No sé si estoy viva, pero creo que estoy bien. Veo en todas las pantallas una película de ciencia ficción, donde la muerte y la enfermedad está en otro plano y yo desde mi pequeña burbuja, desde mi absurdo centro del mundo: mi celular y mi computadora, trato de mantenerme en esta frágil calma de la que no quiero salir.
6.
Alucino. Puedo morir a puerta cerrada y nadie se enteraría. Si fuera así, que me coman mis perros.
7.
No todo es malo, tiendo a exagerar. A lo mejor, algún día podré contar a los nietos que salimos cuasi-ilesos de la pandemia. O tal vez, alguno de estos días, cuando regresen los dinosaurios, ya no estaremos allí.