Autor José Ricardo Chaves
Tenía algo de oso (bi)polar, un oso polar que caminara en dos patas, como de circo de las mil y una maravillas, un oso grande, gordo, bizco y sabio. Un oso dicharachero, con algo de malicia de concho urbano, y que, en vez de garras, atacaba con su lengua áurea, tanto la física dentro de su boca barbada, como la sonora, la colectiva, la de todos los ticohablantes. Una lengua que fue la trinchera desde donde disparó contra la Tiquicia amurallada de prejuicios machistas, misóginos, homófobos y demás linduras, con altas tapias de realismo literario encorsetado en crítica social y política, seco de estrellas, monstruos y sombras intergalácticas; lanzó sus renovadoras palabras e imágenes, aturdidoras y desquiciantes, como han hecho pocos de su generación letrada, la mía, la que quién sabe si existe o si es un fantasma académico inventado por crípticos críticos cítricos, e incluso de todas las generaciones pasadas. Un antes y un después.
Un oso polar bueno y desquiciado que caminó entre la gruta y el arcoiris, siguiendo el sendero de pastorcillos y faunos gay, el rastro turbio de ángeles para suicidas, en busca del más violento paraíso, uno en el que cupieran Bizancio y San José y el Necronomicón de Lovecraft y las concherías de Aquileo (mercando carne y leña) y las naves y las drogas y las visiones de Philip K. Dick y el tránsito de sangre y tinta y tequila de Eunice Odio y el lenguaje laberíntico y drogado de William Burroughs.
Un oso polo y polar que dejó la nieve verde de su pequeño trópico para establecerse en una California incendiada por llamas trúmpicas para las que no existe el calentamiento global y el covid es apenas una gripilla bolsonárica, un fuego racista a la caza de árboles negros y latinos, o de árbolas (¿por qué no, Eunice?) de cualquier color y procedencia, y así, entre el humo tierno del averno gringo y una temporada en el infierno de su querido Rimbaud, recordar que, pese a Bagdad, Cthulhu y la estrella de Sirio, había un ombligo simbólico en Tibás de los Murciélagos (nuestra pequeña cuna en común, simbólica, no histórica), en los cafetales hoy urbanizados y en los riachuelos secos o entubados, donde el oso jugara de osezno eones antes de su desaparición.
Un oso escriba de cuentos del caos, de novelas caóticas con álefs y fractales, de versos satánicos escritos con semen de ángel y sangre menstrual de bruja escazuceña. Un oso risueño con un talento tan grande como su corazón y al que hoy digo adiós, hasta luego, hasta pronto, sayonara, hasta la vista baby bear, y del que leemos en nuestro ruidoso silencio páginas sueltas de su imaginación impresa, para recordarlo, para sentir su abrazote lingüístico único en medio de la aldea mundial del realismo bienpensante y sentimental con su muralla compañera de fantasía infantiloide.
Buen viaje, Alex Obando, Oso Mayor de la Galaxia del Caos. Salve, Hierofante de la Negra Fantasía, los que estamos muriendo/escribiendo te saludamos. Después de todo, parafraseando al visionario oscuro de Providence: «No está muerto lo que puede yacer eternamente [como tus cuentos, como tu violenta novela sin paraíso, como tus poemas]; y con el paso de los extraños eones, incluso el Oso Polar puede revivir»