Autor Bernabé Berrocal
- Noche del sábado anterior al cierre de bares.
Conversaba en El Lobo Estepario con mi amigo bartender. Inclinado sobre el pequeño fregadero bajo la barra y con el gesto reconcentrado en lavar un limpión que, después, puso hecho un puño delante de mí al tiempo que alisaba hacia atrás su melena, dijo:
Nunca te había visto beber vino. ¿Te cuadra?
Ya no puedo tomar cerveza, expliqué. Tengo piedras en la vesícula.
Dobló el trapo en cuatro y lo pasó por la barra, sacó la botella de vino y volvió a llenar mi copa.
Por lo menos no te quitaron el alcohol del todo. Te salvaste.
Entonces nuestra conversación fluyó hacia los lugares comunes y yo dije que a los cuarenta el cuerpo empieza a pasar factura y él respondió que de algo hay que morir. Hablamos de lo ahuevado que sería palmarla en la pandemia ―“narcisismo tanatopoético” lo llamó él, narcisismo sin más, repliqué yo, pero coincidiendo en que ambos aspirábamos, como si tal cosa fuese posible, a una muerte menos prosaica― y de las miles de víctimas en Europa. Me comentó que Slavoj Žižek se había referido al brote viral como “simple gripe”, considerando el filósofo las medidas de confinamiento una herramienta o síntoma de estrategias totalitarias y de ahí nos fuimos al escándalo del momento en tiquicia, el plan de la presidencia acerca de la Unidad Presidencial de Análisis de Datos (UPAD) y el riesgo del control de datos ciudadanos por parte de los gobiernos. Después comentamos Parasite, la película ganadora del Óscar y discutimos una frase de su director Bong Joon-ho, dicha en una entrevista, sorprendido él porque las distintas audiencias de todos los países se sintieran identificadas con la problemática social denunciada en su película: “Vivimos todos en un solo mundo, llamado capitalismo”. Acaso por evocación del nombre de los premios de la Academia y porque frente El Lobo se ubica la Fundación Arias, nos volvimos a cagar en el político, él más que yo, como siempre, porque le reconozco algunas cosas buenas al viejo, dije y él me sirvió más vino pero mirándome como a un anormal.
Fui yo quien llegó a la conclusión de que puedo tomar esto ―alcé mi copa―, investigando un poco en Google. Realmente no debería tomar del todo.
Sugerí que los de Google ya debían de conocer el tema de mis cálculos biliares, si se molestaran en dilucidarlo por mis búsquedas recientes. UPAD es cualquier vara…, respondió mi amigo.
No tengo idea de dónde queda la vesícula, dijo de pronto.
Pegadita al hígado, expliqué. ¿Has visto cuando sacan los menudos a una gallina y quitan con mucho cuidado esa capsulita verde a la que llaman hiel, que si se revienta echaría a perder la carne?, esa es la vesícula biliar de las gallinas.
Mi amigo nunca había presenciado el destace de una gallina y me pareció muy raro porque se había criado en San Carlos. Me llamó prejuicioso. Tratamos el tema de la seguridad social y recaímos en el tema de vesículas porque tendrían que operar la mía, pero se puede vivir sin ella, aclaré. Él preguntó por la fecha de la cirugía y confesé que no estaba asegurado. Debí pagar médico por fuera, le dije, carísimos, los análisis, los triglicéridos los ando voladísimos, entonces él me reveló que también padece de los triglicéridos, la Caja me da Gemfibrozilo, dijo y expliqué que para volver a asegurarme debía pagar retroactivamente los años sin cotizar.
¿Un pichazo de plata?, preguntó.
Un pichazo de plata, respondí.
Atendió a una pareja en una mesa próxima, vino y regresó con sus Imperiales, entró al baño y trajo una escoba, barrió y, de nuevo aporreando el trapo en el lavatorio, dijo:
Curioso que se pueda vivir sin ciertas partes del cuerpo, eso que dijiste, sin la vesícula…
Y el bazo y el apéndice…
Hablamos de que los animales carecen de apéndice y otras curiosidades intrascendentes hasta que decidido a cambiar el tema dije que me hallaba esperando a una mujer. Una excompañera de la U.
¿Tenés algo con ella?
No ―y pretenciosamente agregué―: pero estamos en negociaciones.
Excelente, asintió mientras volvía a echar mano de la escoba.
Me dio una palmada de felicitación. Lo hacía porque estaba enterado de mi apatía y de que desde hacía años mi relación con el mundo podía ser descrita como una de “cortés laconismo”, como leí en un libro de Álvaro Uribe (creo que en Autorretrato de familia con perro). En el mentado mundo de Boon Joon-ho no estar un poco triste era cosa de sociópatas: siempre lo supe. Por ello ya practicaba yo el “confinamiento voluntario”. ¿Desde cuándo? ¿Desde la adolescencia? Ni sé. Pero solía aparecer a los ojos de los demás como antisocial, el bicho raro: depresivo o arrogante, según la primera impresión que causara en quien me viera. La soledad y el distanciamiento eran mal vistos en aquel mundo feliz. Sin embargo, a inicios de este 2020 tomé la decisión de volverme más sociable.
Mi amigo empezó a reír… Y elegiste el año de la peste…
Año de la rata.
Con razón…
Le expliqué que la suya era una visión errónea, prejuiciosa de lo que representa la rata. Hice apología de ellas observando que pueden sobrevivir con muy poco (con el paso de los años me doy cuenta de que pese al hermetismo soy más bien optimista, pero no del tipo que cree que el mundo va bien así tal cual, sino de ese otro que habita en el recodo entre cinismo y estoicismo). Saben hacer de tripas corazón, las ratas. Y en el 2020 deberíamos aprender a ser un poco como ellas, sentencié y él volvió a mirarme como cuando cree que hago defensa de Óscar Arias.
No sé en qué momento pasamos de mi proyecto de reinvención personal 2020 y hablamos de fútbol, pero tuvo que dar pie el hecho de que yo explicara que la Selección de Fútbol de Costa Rica tuvo éxito en los mundiales de Italia 90, Corea-Japón 2002 y Brasil 2014: siempre en el año del Caballo.
En el 2002 La Sele se la peló, dijo y me miró como si temiera que aquel optimismo empezara a dar paso en mí a una progresiva credulidad. Así que me guardé de decir que en el Mundial asiático tiquicia mostró calidad de sobra para llegar a octavos, y así hubiera sido si no se desperdician cinco clarísimas oportunidades contra China y Winston Parks no falla aquel remate ante Turquía, a dos minutos del final y que todos coreábamos como gol. Pero era imposible, como así fue, que un Gallo como él estuviera llamado a ser héroe aquel año. Pero otro hubiera cantado si, tras sacar al arquero, en lugar de rematar cruza para el Dragón que, desmarcado, venía al cierre: Chope. Me siento un poco borracho, dije a mi amigo y soltó, sin más:
Ayer terminé con la güila; de la nada me llamó y dijo que dejáramos las cosas así como estaban. No le pregunté si es que tenía otro maje o qué.
En ese momento apareció mi amiga, encandilada por la luz de la Avenida Segunda estiraba el cuello y achinaba los ojos, buscándome entre las sombras de El Lobo. El momento era inoportuno, habría querido solidarizarme con la ruptura sentimental de mi amigo, escucharlo.
¿Y estás bien?, dije mientras me volvía hacia la entrada.
Ah, sí, claro. Hace años estas cosas me dolían mucho, me ponía mal, muy mal, pero el corazón hace callo.
Ya llegó, le indiqué a mi amigo que guiñó un ojo y fui al encuentro de ella y ambos nos dirigimos a la única mesa que, súbita y milagrosamente, quedó libre, y pensé en que la modesta rata empezaba a conspirar.
Pedí más vino y ella cerveza. En la U jamás bebías vino, observó. No era momento de volver a la vesícula y ya que teníamos años sin vernos, como es lo normal en estos casos, rememoramos los tiempos de la U. Después de la licenciatura, ella hizo su posgrado en la Universidad de Texas: virología, así que nuestro diálogo fluyó naturalmente hacia el trending topic.
Antes, para hacerme el interesante hice un sumario de lo discutido con mi amigo en relación con la “simple gripe” de Žižek y estuvimos de acuerdo en que, hoy, el análisis desde la filosofía exige pasar a consultar con su retoño, la ciencia, y que la formación científica lo hace a uno consciente de que el camino entre una hipótesis y su demostración supone trampas y yerros, donde la paciencia, ese “don de vencer la angustia” ―así dijo ella― el ansia por el desenlace de los acontecimientos, es fundamental. Como no era mi intención presentarle al filósofo esloveno dejándolo mal parado, lo justifiqué diciendo que su afirmación, semanas atrás de que las cosas se salieran de control en Italia y España, tuvo lugar cuando los propios epidemiólogos se hacían un plato de babas, además, en un texto de los que pueden llamarse “literatura de urgencia”, le expliqué lo que eso significaba y empero ella se mantuvo en su punto y me aconsejó desistir de cualquier forma de “literatura de urgencia”. Recordó que paciencia se origina del latín pati, sufrir, de ahí que, en medicina, paciente es “aquel que sufre”.
Convenimos que no se trata de elevar la ciencia a panacea, que su eficacia se pone a prueba en la precisión de sus datos y ya que nuestro universo no es de certezas y lo humano biología y cultura por partes iguales, tales datos son solo un bosquejo de su naturaleza y su análisis conviene no tomárselo a la ligera.
Los científicos también se la pelan, dijo y evocamos cuando en 2007 el genetista y premio Nobel James Watson, codescubridor de la estructura de doble hélice del ADN, nos dejó esta joya: “Soy pesimista respecto al futuro de África, porque nuestras políticas sociales están basadas en el hecho de que su inteligencia es la misma que la de los blancos, cuando todas las pruebas indican que en realidad no es así”. ¿Todas las pruebas? El científico se retractó. Esta anécdota me vendría a la cabeza unas semanas después, cuando dos médicos franceses del Instituto Nacional Francés de Sanidad e Investigación Médica (INSERM), sugirieron probar los posibles beneficios de la vacuna de la tuberculosis contra el coronavirus en el continente africano, dado que, dijo uno de ellos: “Allí no hay mascarillas, ni tratamiento, ni respiradores… un poco como se hace en otros lugares para algunos estudios sobre el sida. En las prostitutas, intentamos cosas porque sabemos que están muy expuestas y no se protegen a sí mismas”.
El capitalismo urge de la miseria tanto como la fe católica del infierno: son dos caras de la misma moneda. No sé si exageré pero le propuse un brindis por lo que ella acababa de decir; hice una seña a mi amigo y volvió con otra ronda. Tenés razón, dije, aludir al infortunio africano parece una estrategia de validación del mundo de Boon Joon-ho; ella no había oído de él, pero perteneciendo al singular grupo que sin haber visto una sola de las obras nominadas mira de tajo a rajo la ceremonia del Óscar ―fenómeno sobre el cual divagamos―, tenía noción de Parasite, de la cual y a solicitud de ella hice un resumen sin spoilers.
Cerca de la medianoche, ella, no mi amiga, sino la científica, se puso pensativa, estiró los labios, torció la boca.
Deberíamos esperar entre tres mil y cuatro mil muertos, dijo, si traspolamos a Costa Rica los números actuales de Italia o España.
Ahora no estoy seguro de si bajó su mirada por un segundo o la memoria me engaña ensombrecida por el presagio o la penumbra dominante en El Lobo en aquel momento. “Espero equivocarme”, eso sí lo dijo, frase rara en boca de filósofos e inédita en la de políticos.
Me hizo ride. Quedamos en encontrarnos a la semana siguiente, pero eso ya no sucedería. También fue la última vez que estuve en un bar. Y que besé a alguien.
Mi amigo, el del callo en el corazón, me comunicó que había perdido su empleo. Una inflexión de su voz, en el audio de WhatsApp, me hizo caer en cuenta de que estábamos jodidos.
Continuará…
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