El arte de la adivinación en tiempos de pandemia

El arte de la adivinación en tiempos de pandemia

Uriel Quesada, autor

Ítaca te brindó tan hermoso viaje.
Sin ella no habrías emprendido el camino.
Pero no tiene ya nada que darte.
C.P. Cavafis, Ítaca

La vida en sus extrañas vueltas me ha llevado a trabajar a una universidad jesuita. En agosto cumpliré ya catorce años en esa institución y no me puedo quejar. Podría decir que todos saben que soy gay, y eso no les importa. Creo que también sospechan que no soy muy religioso, pero en la historia que me cuento a mí mismo eso tampoco tiene relevancia o al menos no resulta escandaloso. Se dice que no es lo mismo ser jesuita que católico y esa paradoja me atrae. En fin, hablar de religión se ha vuelto un tema resbaloso y no era mi intención ir más allá de establecer un ancla desde la cual hablar sobre el arte de la adivinación. He dado algunas vueltas para simplemente decir que, aunque haya crecido católico y trabaje en una institución afiliada a la Iglesia católica, no soy practicante ni muy creyente. Pero sí soy creyencero. El diccionario de costarriqueñismos de Arturo Agüero Chaves define la palabra como alguien que cree en brujerías. Ese no es mi caso: lo mío no son las brujas, sino la adivinación. El gusto por esas artes corre por la sangre de mi familia. Mis abuelos paternos creían firmemente en los maleficios, las sombras y otros espantos pocos convencionales. Por años tuvieron una guía espiritual (monja para más señas) que les aseguraba que sus problemas se debían a las envidias de los demás y les aconsejaba formas de protegerse. Mi padre puso una cajita de madera encima de la puerta de nuestra casa. Nunca quiso explicarnos a los niños qué había dentro de la cajita, pero nos la ingeniamos para averiguar que en su interior reposaba una bolsita de terciopelo de contenido misterioso. Ya de adultos supimos que su propósito era la protección contra los males de ojo. Así mi padre navegó sus fracasos, su malestar por una vida que le exigía demasiado, incluyendo querer y cuidar a sus hijos. Esas creencias no impedían que mis abuelos y mi padre fueran a misa cada domingo, ni que les rezaran con igual fervor a santos oficiales de la Iglesia católica y a personajes a quienes les atribuían poderes curativos: niños muertos tras sufrir largas enfermedades con hidalguía y fe, médicos que seguían operando a los pobres desde el más allá, tonticos del pueblo cuyas limitaciones se interpretaban como pureza e inocencia… A mi madre, por el contrario, el asunto no le gustaba para nada, y solamente una vez la vi hacer algo propio de creyenceros: le puso un lazo rojo a una mata hermosísima que había en la sala. No lo hizo, sin embargo, por fe en los poderes del lazo, sino porque una visita le insistió que un mal de ojo secaría la planta y traería desgracias a la familia. Mi madre no sabía decir no a ciertas figuras de autoridad, y el lazo estuvo por años medio escondido entre el follaje, aunque a mi madre le daba mucha vergüenza cuando alguien le preguntaba por qué tal adorno en una mata tan bella, tan soberbia, tan maravillosa… una mata que no necesitaba ningún otro adorno. “Cosas mías”, respondía poniéndose colorada, “pero un día de estos lo quito”.
Crecí cada vez más alejado de cualquier práctica religiosa. La misa semanal era para mí otra imposición de mis padres. Asistía solo, esperaba junto a la puerta para salir de los primeros y mi mente divagaba y divagaba a la espera de que el rito fuera breve y no muy tedioso. En mi adolescencia, la Iglesia lanzó agresivos planes para captar muchachos de las comunidades urbanas. Mis amigos más queridos abandonaron la pereza de los sábados para meterse en la casa parroquial. Yo, mientras tanto, dormía largas siestas. Muchos años después le hice una broma a una de mis amistades sobre esas tardes de sábado. Un tanto mosqueada, mi amiga respondió: “¿Y qué querías que hiciéramos? Como vos, nosotros no teníamos plata ni nada en qué ocupar el tiempo. En la casa cural al menos estábamos seguros”.
En la universidad encontré ateos militantes, anticatólicos furiosos, y miembros de las más diversas prácticas religiosas, incluyendo algunas en las que las drogas eran la clave para trascender a niveles más altos de espiritualidad. Pero fue en los talleres de escritura donde conocí gente que estaba realmente involucrada en el arte de la adivinación. Como otras paradojas en mi vida, era también mi época de estudios universitarios en estadística, esa rama de la matemática aplicada que recoge y analiza datos. Nada podía estar más alejado de ritos como la lectura de cartas o de la bozorola que la estadística. Tendría también que incluir entre lo adivinatorio la hipnosis. Este era un tema que me atraía y asustaba desde que tenía diez años, cuando descubrí un disco de autohipnosis en la discoteca de mi tío Oldemar. Oí el disco muchas veces, pero siempre me resistí a seguir las instrucciones. El temor a caer en un sueño del cual no podría despertar era más fuerte que la tentación de dejarme ir y experimentar algo nuevo y desconocido. Todavía era la época de los tornamesas, y por supuesto solamente una parte del ejercicio hipnótico estaba en la cara A del disco. Aun me acuerdo que mi mayor miedo era que no habría nadie allí para darle la vuelta al disco, poner la cara B y, con ello, hacerme despertar. Ahora que evoco esos juegos de niño, veo dos cosas: la soledad, pues la hipnosis era un juego secreto donde no cabía otra persona, y la fascinación por acceder a algo que estaba vedado, por ingresar a un mundo desconocido a través de una llave que solamente yo llegaría a tener. La hipnosis como experiencia transformadora llegaría muchos años después, durante una larga época en la que la depresión marcó mi vida. De nuevo estaba buscando respuestas y la terapia convencional no me las proporcionaba. Esta vez sí acudí a un experto e incluso aprendí autohipnosis. Hice regresiones a supuestas vidas pasadas y tuve una experiencia de progresión en la que me veía a mí mismo en espacios vacíos, muy iluminados e incomprensibles. Y eso puede ser algo malo cuando se trata de adivinar el futuro: llegar de golpe a una realidad para la que no se está preparado y en la que ser un extraño es la nota dominante, una realidad que no podemos describir porque carecemos de las palabras adecuadas. Yo usaba la autohipnosis para explorar el origen de la agobiante sensación de fracaso y falta de sentido de la vida típicos de la depresión, y para tratar de reducir mis altos niveles de ansiedad y estrés. Lograba relajarme por unos minutos y me dejaba ir. Todo estuvo bastante bien hasta que llegué a sentir que levitaba. Dudo que algo así haya ocurrido en el mundo físico, pero en ese estado de relajación en el que el cerebro trabaja intensamente en busca de experiencias fuera de la cotidianidad inmediata las sensaciones lo son todo. Me sentía unos centímetros por encima de la cama donde me recostaba para hacer la hipnosis, luego bajaba lentamente. El juego acabó una tarde en la que ese ascender no fue tan breve ni placentero. Juraría que fue de al menos un metro y que quedé suspendido sobre mi cuerpo físico por unos largos segundos. Al volver a la conciencia estaba hiperventilando y mis músculos, aún rígidos, me dolían como si me hubiera caído.
Pocos años después trabajaba de día en el análisis de información para una empresa de publicidad y relaciones públicas. Por las noches asistía a las reuniones de un pequeño grupo de videntes. Me habían invitado porque sabían que yo era de los suyos. El grupo era liderado por una pitonisa maravillosa con un sobrenombre infame: Pillita. Muchas veces me pregunté cómo alguien tan brillante, a quien acudía gente de toda clase (incluyendo políticos), fuera por el mundo cargando un sobrenombre que estrictamente se refiere a la destreza para engañar a los demás. A más de veinte años de conocer a Pillita doy fe de su honestidad, su extraordinaria inteligencia y su sentido de humor. Esta nueva maestra nos guio a sus elegidos por los intrincados caminos del tarot, la Ouija y la cábala. También nos dio la oportunidad de conocer a una variopinta comunidad, en la que unos se disfrazaban de mago o leían el futuro en el pulso sanguíneo. Todo eso se acabó cuando decidí marcharme de Costa Rica. Antes de saber que tomaría esa decisión, Pillita me leyó las cartas. Me dijo que debía alejarme del hombre que sonreía, una referencia a un escritor muy influyente en aquellas épocas, quien había montado una campaña de rumores (siempre mezquinos) para minar los proyectos en los que yo venía trabajando por ya algunos años. Pillita no conocía a ese escritor, ni estaba enterada de mis afanes ni de mis sospechas sobre el papel de esa persona en los fracasos que iba acumulando. También me habló de un cambio radical. Aproximadamente un año después lo dejé todo para sumirme en las incertidumbres de los migrantes. Pillita y mis otros amigos videntes organizaron una linda fiesta de despedida, pero en ningún momento se habló de lo que me aguardaba en ese viaje.
Vino luego un hiato de casi doce años en los que las artes de la adivinación se convirtieron en un recuerdo lejano, muy querido, pero que no tenía espacio en la frenética sucesión de cambios que se dieron: personas, amantes, ciudades, casas, ocupaciones… Hacia finales del 2008 tuve una nueva y enigmática revelación del futuro. Yo estaba acompañando a un familiar a un culto y uno de los pastores me dijo que sabía lo harto que yo estaba de mi situación en ese momento. Mencionó también que podía verme manejar cada día por un camino rodeado de árboles, pero que no debía preocuparme: muy pronto iba a haber un cambio. Esa revelación me sorprendió porque, en efecto, me sentía atrapado y buscaba alguna salida. En esa época vivía en un barrio de judíos ortodoxos en Baltimore. Yo hubiera preferido un apartamentito cerca de la bahía, pero mi trabajo estaba a unos cincuenta kilómetros de casa y mudarme a barrios más atractivos implicaba un recorrido diario más complicado, tanto por la distancia como por el denso tráfico de la ciudad. En mi rutina tomaba dos autopistas y una pintoresca carretera secundaria con árboles a ambos lados. Le tenía miedo a la nieve y al hielo de los inviernos y también a los hermosos e ingenuos venados que de improviso aparecían en medio del camino, sobre todo por las noches. La profecía se cumplió apenas unos meses después. Volví al Sur, a New Orleans, con trabajo y nuevo amante. El trabajo todavía lo conservo. La relación duró unos cuatro años, y me mantuvo siempre al filo de un abismo que me atraía y a la vez me daba miedo.
Hubo que esperar más de diez años para volver a escuchar otra promesa de futuro, setiembre de 2019 para ser exactos. En esta ocasión los personajes somos los mismos: mi pariente, su guía espiritual y yo. Recibo una llamada urgente camino al aeropuerto internacional de Costa Rica: “Uriel, usted ha venido en este viaje a ver cambio, y ha sido testigo de ello. El Señor no lo va a dejar de lado a usted. Muy pronto vendrán cambios para usted también. Esté atento”. Mientras que mi mitad agnóstica se quedó impávida, mi parte creyencera se llenó de entusiasmo. La profecía me confirmaba que uno (o tal vez dos) de mis proyectos más importantes se iban cumplir: encontrar un nuevo trabajo que cimentara mi carrera como administrador universitario y/o dar finalmente el anhelado paso de publicar un libro en España. Como en el poema “Ítaca”, de Constandinos Cavafis, me lancé con toda pasión a la aventura. Desafié mis temores, disfruté la expectativa, sufrí las incertidumbres del proceso, viajé mucho… Pero al final ninguno de los proyectos fructificó y no hubo ni libro en España ni trabajo nuevo. Así llegó marzo con resaca, esa de cuando los sueños están por cumplirse y de repente despertamos a la realidad. ¿Habría entendido mal la profecía? ¿Acaso esas palabras que fueron dichas con toda la solemnidad del caso eran una broma de nuestros dioses, siempre tan desapegados de nuestras cuitas? Un poco antes de que la crisis del coronavirus se desbordara volví a escuchar del guía espiritual. Mi pariente le contó de mis proyectos frustrados y su comentario fue, “Quiere decir que esos no eran los cambios, no lo nuevo que Uriel va a atestiguar. Dígale que no se desespere, que tenga fe y paciencia”. Dos meses después, mientras escribo estas líneas vuelvo a preguntarme si he sido miope y un poco sordo, si la profecía se ha cumplido sin darme cuenta. Eso depende del día. Cuando el temor y el pesimismo me abruman, pienso en el sentido de humor de Dios y en sus mensajeros que nos presentan un acertijo disfrazado de promesa. Cuando estoy en paz con mis pérdidas y creo que ni el más terrible de los eventos futuros me va a vencer, apuesto con un dejo de emoción por la posibilidad de que más allá de todo lo que se está derrumbando me esté esperando una respuesta.

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