C.O.V.I.H.D.

C.O.V.I.H.D.

Autor José Ricardo Chaves.

Vivir es sobrevivir, qué duda cabe. Conforme pasan los años y el rastro propio se hace evidente con solo volver nuestra mirada atrás y seguir vivo (privilegio que no tuvo la mujer de Lot, petrificada en sal prematuramente), la estela de sangre, sudor y tinta que voy dejando brilla en la penumbra del pasado. Las cosas nunca se ven claras, y no se trata de sinceridad o de recordar bien, pues siempre hay una inescapable franja de bruma que viste lo acontecido con incertidumbre y duda. Sin embargo, que lo ambiguo esté en el centro de lo recordado, desenfocando la memoria, no significa que lo realmente vivido no esté ahí, claro que sí, envuelto en lino de momias que ni el más severo psicoanálisis logra rasgar. No es que la túnica sea inconsútil sino la propia vida, hasta que se acaba. Solo ahí es cuando se hace, con el filo de la guadaña, el corte único y final.
Escribir es sobre vivir, pero se vive de varias formas a la vez, y así podemos aislar dimensiones, temas o tópicos del continuum vital, aislarlos y hacerles un seguimiento con cierta distancia. De este modo la vida propia se vuelve un poco ajena y se torna en objeto de flexión repetida (re-flexión o yoga del recuerdo) y escritura en palimpsesto.
En estos tiempos de enfermedad (todos lo son, solo que ahora se vuelve pandémica, va más allá de nuestro cuerpo propio y accede a muchos organismos a la vez) los malabarismos del cuerpo para su sobrevivencia se vuelven objeto de interés, material de cuidado, todo para que después se pueda contar el cuento. Con mi sexagenato inaugurado (con cada vez menos sex y sí más age) y una larga cola pisada muchas veces a mis espaldas, sigo las huellas de mi enfermedad. Dejo de lado las individuales y, dado el espíritu pandémico del momento, observo los exabruptos colectivos, esto es, los colores de la plaga, que suelen privilegiar el negro y el rojo. El negro es obvio en tanto muerte turbia, esputo y disolución; el rojo por la sangre, que es vida derramada cuando se sale de las venas establecidas.
La literatura lo sabe bien y por eso la peste es negra, como en el Decamerón de Boccaccio, cuando invita a la narración múltiple para espantar al miedo, o roja, como en La máscara de la muerte roja de E.A. Poe o en La peste escarlata de Jack London. El cine siguió esta convención, como se aprecia en El séptimo sello de Bergman, donde la muerte viste de negro (y no solo porque el filme sea en blanco y negro) o, si nos vamos al registro más popular del cine de Roger Corman, en su adaptación del cuento mencionado de Poe, la muerte viste de rojo y hasta refuerza su simbólico color entregando, en una hermosa escena, una rosa blanca a una campesina (la primera que morirá por la peste), flor que de inmediato se tiñe de rojo.
Dejemos de lado la etapa infantil, con sus variaciones vacunables (la polio, el sarampión y demás), y lleguemos, llego, a la adultez asediada, a mis floridos veinte años, que tuvieron su peste, no roja, no negra, sino simplemente rosada, el sida, que por entonces no se había naturalizado en esta corta palabra sino que, pomposa, administrativa, era S.I.D.A. (Síndrome de Inmuno Deficiencia Adquirida), y que iba acompañada de otras siglas, acrónimos y abracadabras (V.I.H., A.Z.T., etc.), dejando en su trayecto un melancólico paisaje con tumbas pintadas en rosa.
Fue esa una muerte colectiva pero solo para ciertos segmentos poblacionales, como homosexuales, heroinómanos y hemofílicos. Sangre y semen fueron sus fluidos preferidos y quizá por esto, por esa mezcla de rojo y blanco, es que salió rosada. Fue una peste sin compasión, no solo de parte del virus (que después de todo es neutral), sino del resto de la población, que apoyada en el miedo y la religión, actuó con diabólica discriminación, o, como diría la Biblia, como un río seco de piedad.
Hacia los enfermos hubo rechazo, asco, con pseudojustificaciones de su condición enfermiza (castigo divino, degradación moral y otros). Su pertenencia a minorías sexuales o culturales mal vistas facilitó la represión, desde el estado (gobierno, policía, aparato de salud, etc.) hasta la familia y los simples amigos. En los inicios, cuando se creía que la enfermedad era solo de unos pocos y no de todos, los únicos contagiados mirados con cierta compasión fueron las mujeres contagiadas por sus maridos bisexuales, más si estaban embarazadas. Toda esta situación inicial de la epidemia del sida tardó bastante, por lo menos una década, en generar una percepción del público más neutral y con medidas antidiscriminatorias (aunque no ha desaparecido del todo). Yo, que pertenecía a la población vulnerable, conocí en carne viva el látigo social de la peste.
Si bien el sida fue considerado epidemia, al estar circunscrito en teoría a ciertos grupos sociales con patrones de conducta específicos, no generó un terror generalizado, pues algunas medidas preventivas como castidad, responsabilidad sexual, uso del condón, no compartir jeringas y otras, ayudaban a su control. Que la transmisión fuera sexual o sanguínea ayudaba a que muchos se sintieran seguros si no había contacto de fluidos corporales.
Esto fue en los años ochenta y noventa del siglo pasado. Una enfermedad nueva y mortal que cambiaba el patrón conductual de las sociedades, sobre todo en el aspecto sexual, tras un periodo de liberación de las costumbres. Se suponía que como consecuencia se reinstalaría el conservadurismo erótico y, sí, algo de esto hubo al principio, pero luego siguió otra vez la fiesta de la vida. Esta fue mi primera experiencia de peste.
La siguiente vivencia personal de este tipo fue entre el 2009 y el 2010, con el surgimiento de la pandemia de gripe A (H1N1), a veces llamada gripe porcina, de la cual México fue epicentro, y que, a diferencia de la del sida, tuvo una difusión generalizada, no restringida a sectores específicos. Ahí conocí las medidas de prevención que hoy renacen con el coronavirus (la tercera peste), como el lavado continuo de manos, el no tocarse con las manos boca, nariz u ojos, estornudar con pañuelo o con el codo plegado, cual Batman con su capa o gladiador con su escudo, el uso de mascarillas o el evitar los contactos físicos con las personas.
Cuando hoy, diez años después de la gripe porcina, adviene el covid 19, estas medidas que, para muchos parecen nuevas, para mí son simplemente recordadas y puestas en práctica otra vez. El relativo confinamiento, el detenimiento o ralentización de las actividades sociales, esto también ya lo viví. Y, otra vez, formo parte de los segmentos vulnerables, con la diferencia de que, durante los años del sida, la vida estaba adelante, era sendero todavía por recorrer; hoy, la mayor parte del camino ya se ha andado, por lo que la perspectiva vital es otra: si ocurriera lo fatal (para ponernos dariano) pues ya lo bailado nadie me lo quita.
Sí me llama la atención cómo entre la primera y la tercera peste, entre el sida y el covid, se ha producido una mayor secularización social, pues el factor religioso y moral, tan fuerte en la primera, ha jugado un papel más bien secundario en la actual peste. Aquí, claro, influye el hecho de que el coronavirus puede llegar a cualquiera y no se dirige solo a unos cuantos. Al mismo tiempo que lo religioso se ha quedado más bien en la retaguardia, el discurso científico ha estado al frente queriendo dirigir las estrategias de acción, pese a los roces constantes con el ámbito político, tal como se ha visto en países como China, Estados Unidos o Brasil, donde sus gobernantes han buscado el modo de imponerse a los científicos.
Tal vez por esta secularización de la peste es que no se han buscado chivos expiatorios, como con el sida. Ha habido en este sentido mayor solidaridad con los grupos vulnerables, sobre todo con los de edad avanzada, así como con el personal médico que atiende a los enfermos. Por supuesto no han faltado aquí y allá algunas muestras de intolerancia (ataques a médicos y enfermeras, rociamiento de cloro en cuerpo y ropa, negación de servicios, etc.), pero pronto otra parte de la población ha mostrado su rechazo a tales acciones y ha buscado compensar tales descalabros.
Si bien durante el sida de los primeros años las metáforas religiosas dominaban el ambiente y acrecentaban el terror y hoy la ciencia ha logrado desplazar en cierta medida ese tipo de actitudes, también me llama la atención cómo, en estos tiempos posmodernos en que la guerra comercial pareciera sustituir a la bélica, las metáforas del covid se han ido por el lado militar: se habla de lucha, de guerra, del “enemigo invisible”, del combate, de la “línea de fuego”, incluso de “héroes” para referirse al personal médico que cumple con su deber. En el juego de neologismos surgidos, aparece el “confinamiento”, que en su acepción del Diccionario de la Lengua Española, como bien lo ha señalado en un artículo Vargas Llosa, confinar y confinamiento no significan simplemente encierro o aislamiento, este es un giro semántico nuevo gracias a la crisis del covid, sino que tiene en sentido estricto una carga política y militar: es una “pena por la que se obliga al condenado a vivir temporalmente, en libertad, en un lugar distinto de su domicilio”, que no es el caso hoy, cuando decimos estar confinados en nuestra propia casa. Este predominio de metáforas militares y políticas en la crisis actual es otra muestra del desplazamiento relativo de lo religioso por lo secular.
Lo cierto es que, pese a tales usos, el covid no significa una guerra sino más bien una catástrofe natural (como un terremoto, una erupción volcánica o una inundación: ni el movimiento de placas, ni el volcán ni el agua son vistos como “enemigos”). Dejemos de lado hasta nuevo aviso la paranoia de los conspiracionistas, de izquierda o de derecha, desde algunos ecologistas hasta Donald Trump, buscando en los laboratorios chinos o estadounidenses el origen del nuevo virus. De hecho, estamos en un lugar retórico opuesto al de la guerra, porque en esta se mata, y ante el covid de lo que se trata es de salvar vidas, de cuidar a los enfermos. Solo metafóricamente el coronavirus es un “monstruo”, un “maldito enemigo”; de manera más real es un agente infeccioso que busca su reproducción en su medio, de forma parecida a como nosotros, los humanos, crecemos y nos propagamos en el planeta y lo llevamos a su aniquilación. En esto no hay maldad ni alevosía (bueno, quizá un poquito en nosotros), pero el coronabicho es inocente, aunque mate, como inocente es el rayo que cae y fulmina al caminante o el león que salta sobre la gacela.

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