Crónica de la rata que da cuerda al apocalipsis (Segunda parte)

Crónica de la rata que da cuerda al apocalipsis (Segunda parte)

Autor Bernabé Berrocal

 

Mami, adivine cuántos casos va a haber hoy.
Yo que voy a saber, amor.
¡Manda!, diga, ¿cuántos cree?…
¡Vida, estoy ocupada!
Porfis, qué le cuesta decir un núme…
¡Seis! ¡Seis casos!
Yo digo que nueve… ¡No!… ¡Espere!… Digo que mejor siete…
Salvo las perturbaciones suscitadas por mi vecina y su hija, predominaba el silencio en mi barrio y, sobre mi cabeza, desconcertados por aquella calma repentina, los pajarillos ―cuya población parecía haberse multiplicado exponencialmente, palabra con que la gente alimentó su léxico durante la crisis― en sobrevuelos iban y venían del güitite del patio de la casa, lanzándose miradas incrédulas de una rama a otra y bajo cuya sombra leía yo, tantísimo tiempo aplazada su lectura por falta del ocio requerido, La Guerra y la paz. En las hojas finales de la edición de Porrúa ―”sepan cuántos…”― compilaba notas cuarentinezcas para una crónica. De momento nomás tenía la frase de Bong Joon-ho.
Sobre una mesita, al lado de mi computadora y en caso de que me hastiaran los aristo-decimonónicos diálogos de princesas rusas, mi plan B de lectura de confinamiento: Crónica del pájaro que da cuerda al mundo, de Haruki Murakami.
¿Hay algo más narcisista que escribir una crónica personal en medio de una pandemia, Berny? ―así me llaman los amigos―, preguntó la viróloga a través de Zoom. Ella hacía teletrabajo tres o cuatro veces por semana; por mi parte, aclaro, no soy de quienes pueden pasarse las mañanas leyendo a Tolstoi debajo de un güitite ―¿quién creés que soy, habría dicho mi amigo, Óscar Arias?―, vivo de mi sueldo, soy veterinario y en la coyuntura presente, si bien la gente seguía requiriendo alimentos y atención para sus mascotas en casos de urgencia, mis servicios no eran algo prioritario, por lo que, ante la baja, permanecía en casa la mitad del tiempo, salario reducido.
Dije para mis adentros: claro que hay actos en definitiva más narcisistas que escribir una crónica: negar la calamidad y la muerte, desvalorizarla, relativizarla. Ese es el epítome del narcisismo. No me refiero a Trump o Bolsonaro, sino que conozco a personas… ―esto sí lo comenté con la viróloga, quien mantenía su cámara apagada, aduciendo el verse “impresentable” por las mañanas, reparo que, pese a su empeño en el confinamiento o en defecto mantenernos alejados a 1,8 m lo que, para mis intereses, era lo mismo, interpreté como buena señal― …algunas con formación médica y, asumo, con algún grado de conocimiento en epidemiología, que se solazan exhibiendo alguna sorna ante quienes acatan al pie de la letra las recomendaciones del Ministerio de Salud. Les parecen exageradas. Uno de ellos rio en mi propia cara cuando, tratando yo de mantener distanciamiento prudencial entre ambos ―reconozco mi pretensión de lucir empático con la viróloga― saludé con mi mano alzada a unos metros de él; vino el hijueputa y me abrazó. En su criterio, soy un ingenuo.
Lamentable, la oí decir, mientras en el fondo se escuchaba el motor de su lavadora.
Hablamos ―proseguí― de un tipo que jamás sufrió un dolor de muela. Se ve inmune a la tragedia. Su economía le permite extender la cuarentena el tiempo que sea necesario, ¡de por vida, si fuera el caso!
Berny, ¿estás fumando? Había encendido la cámara y me miraba con asombro desde la pantalla. Vestía bata de baño a cuadros. La saludé con mi mano.
Inmediatamente después de su abrazo ―seguí diciendo― el hijueputa trata de convencerme, curar mi irracionalidad: ¿Sabía que cada año la malaria mata a cuatrocientos mil en África ―me dice― o que más de ocho mil chiquitos mueren todos los días en el planeta, por males asociados a la malnutrición?
Por encima del hombro de la viróloga, una gata dio un salto y caminaba temeraria y dificultosamente por el borde de la lavadora. La gata era de las llamadas calicó (tricolor: blanco, naranja y negro). Debía ser una hembra puesto que, un macho calicó, es algo rarísimo.
Aquel hombre no tenía derecho a manosear como si nada aquellas cifras espeluznantes, esgrimirlas como moneda de cambio de mi supuesta credulidad y, al decir “ocho mil niños”, levantó su mentón jactanciosamente, te lo juro, dije y con mi cara pegada a la pantalla besé la señal de la cruz.
Ella prestaba gran atención a mis palabras y asentía en cada una de mis observaciones, hasta que dijo:
De verdad, no puedo creer que estés fumando.
La nube de humo que fue a estrellarse contra la pantalla de mi laptop hizo que se echara atrás en su silla. Sonreía con el ceño fruncido. Perdoná, no es que me moleste, fumar o no es decisión tuya, simplemente soy asertiva, ya me conocés, pero sos igual al hombre al que criticás. En el fondo vos también te sentís inmune a la tragedia.
Su punto era que yo infligía daño premeditado a mis pulmones, aumentando las posibilidades de requerir un respirador.
Supongo que cada vez que un chino compra cigarros, respondí, pierde puntos que lo lanzan hacia atrás en la fila por la unidad de cuidados intensivos. ¿Es eso razonable?
Absolutamente razonable.
¿De verdad lo creés?
Parecerá extremo ―sonrió―, pero preguntaste si era razonable. Y sí, es razonable.
Me parece inhumano.
Es absolutamente inhumano, dijo, como también el priorizar a los jóvenes por encima de ancianos que necesitan la UCI. Pero estamos en una coyuntura histórica inimaginable, absurda, donde la compasión, junto con todo aquello en que creíamos se sustentaba el orden de la sociedad, se disgrega. De ahí que con extrema rapidez asimilemos el cinismo de Bolsonaro o la estupidez de Trump ―ocurrió, de verdad: el hombre sugirió inyectar desinfectante a la gente―. Lo hablamos con anterioridad, recordó, aquella noche: la ciencia busca mantener algún tipo de coherencia.
Asentí: en tanto no haya vacuna, nos sentaremos a esperar a Godot. Expuse lo que creí que eso significaba y luego le pregunté si el “modelo sueco” le parecía coherente (el jugársela “a la vikinga”, fue lo que dije) y ella respondió: paciencia, haciendo un gesto con su mano. Con esto me daba la razón de que era un experimento.
Me quedó resonando la idea de ella sobre la “disociación” de lo que dábamos por sentado y le comenté sobre un artículo de un exdiplomático gringo, quien hablaba de la “aceleración de la historia”. Se refería a que el impacto político de la pandemia no era sino la acentuación de fenómenos que ya venían gestándose desde antes: declive gringo, dominio asiático y desgaste de la comunidad europea, movimiento de indignados, replanteamiento del Estado-Nación y la socialdemocracia, etcétera.
Acepté que este no era el momento de “acelerar” mi llegada a la morgue, por lo que fumar era poco solidario de mi parte.
Después nos preguntamos si, en tiquicia, la “aceleración” explicaba la poca resistencia, en el último sprint, de la oposición conservadora a la aprobación del matrimonio igualitario, el cultivo del cannabis o la reciente propuesta de impulsar el estado laico (lo que parecía más fácil, me aventuré a decir y ella estuvo de acuerdo, pues los diputados cristianos no querrían perder la oportunidad de obtener su mayor logro durante la administración, abofetear a “la gran ramera” en Costa Rica. Apocalipsis 17: 1-2).
En cuanto a lo de tu “solidaridad”, observó, riendo, acéptalo, nunca ha sido lo tuyo.
Eso me dolió. Tuvo que haberse percatado porque cambió de tema.
Leí tus libros, observó, bueno, estoy a punto de terminar la novela.
¿Te gustaron? Respondió que sí, aunque le parecía que yo siempre metía perros o gatos en los argumentos y aunque no sé mucho de literatura, dijo, tal vez eso haga que a uno lo encasillen.
Buena observación, dije. ¿Cómo se llama la calicó?, apunté con mi índice hacia el monitor y ella volteó en el instante en que la gata trastabillaba. Su computadora giró hacia un lado y ahora todo lo que yo podía ver era una pared blanca y parte de un helecho. La escuché gritar, luego canceló la llamada.
Tomé nota de un fragmento de Tolstoi que usaría como epígrafe alguna vez, pareciéndome tragicómico y también, de algún modo, relacionado con esta época.
“―¡Estamos cercados!
Y el terror se apoderó de toda la masa de soldados.
― ¡Cercados! ¡Estamos perdidos! ―gritaban llenos de incontenible pánico”.

Tragicomedia es una palabra que no me convence. Sencillamente se puede ser humorístico o antihumorístico. Pienso que el humor nace, invariablemente, de su ausencia que es la tragedia, o de la posibilidad de la tragedia. La explicación es fisiológica: hormonas y neurotransmisores que reducen el dolor de manera natural y aparecen involucrados, también, en la sensación del placer y la risa. Cuando una persona sufre la amputación de uno de sus miembros en un accidente automovilístico, su cerebro produce grandes cantidades de esas sustancias. Los cerebros de aquellos soldados las secretaban en aquel instante, se sabe por los signos de admiración.

Reviso mi teléfono. Mi amigo me ha enviado un montón de fotos por WhatsApp. No serán más imágenes de morgues repletas o de gente súbitamente muerta en las calles de Guayaquil, ni videos con teorías conspirativas o de médicos sugiriendo gárgaras de sal como método de prevención macondiano e infalible. Él no envía esas cosas.
Son imágenes de distintas botellas de licor semivacías (o semillenas). En la primera distingo tres botellas de J&B más o menos a la mitad, en la siguiente un Johnnie rojo a tres cuartos, en otra un Absolut al que queda un asiento de dos dedos y así, muchos tipos. También hay botellas de cerveza. El precio se indica en cada fotografía. Le habrán dado a mi amigo la liquidación en especies, supongo, pero no le pregunto.
Un compa puede ir a dejárselas a su choza, me dice, por dos rojos.
Me decido por el Johnnie y una botella de Smirnoff a la que le queda bastante.
Tengo seis Ultras, me dice.
Acordate que no puedo birra.
¿Por qué?
La vesícula.
Estas son suavecitas.
¿Son buenas, las Ultra?
Asquerosas, pero sirven para tomar prensadito, con el whisky.
Mándelas.
Le pregunté si tenía un minuto para escuchar un fragmento del relato apocalíptico que escribí días antes y sabía que le iba a gustar.
Claro, leelo.
“Al día siguiente del cruento asesinato de Óscar Arias, el país se vio sorprendido por un fenómeno celeste. Con la primera luz de la mañana, haciendo visera con sus manos, la gente señalaba al cielo en el punto de su cenit, donde, de este a oeste, como el arañazo de un gato en la inmensidad azul, emergió una línea, una rayita violácea ―otros decían que púrpura o lila―. Se especuló sobre un cometa y los apocalípticos sugirieron un asteroide. El asteroide. Un funcionario del Meteorológico descartó ambas posibilidades en la edición meridiana de Telenoticias, ni cometa ni Apofis―sonrió―, el fenómeno no es cósmico, sino atmosférico y su origen será esclarecido tan pronto analicemos los datos a la mano. Indicaba la probabilidad de que la rayita se difuminara con el cambio de las condiciones atmosféricas durante el día y los aguaceros. Así que no era motivo de alarma ni mucho menos pero sí “una oportunidad única de disfrutar este infrecuente regalo que nos brinda la madre naturaleza”. A su lado, ensombrecido por el magnicidio, el presentador Ignacio Santos se permitió no obstante una sonrisa, para agregar: “sin duda privilegio de vivir en un país con características climáticas tan particulares”. Así es, sentenció el meteorólogo y señaló que, dada la rareza del incidente, trabajaban conjuntamente con otras estaciones meteorológicas de la región, las cuales reportaban cielo despejado. Gracias ―el presentador se sacó los lentes y ahora miraba hacia la cámara―, seguimos con más de la que es sin duda la noticia del día, de la década, del siglo, nefasta jornada para la historia democrática de la nación…”
“Por la tarde, la gente hizo y compartió memes y fotografías del cielo hasta que se puso oscuro y llovió y se desbordaron los ríos Torres y Pirro, se inundaron otra vez San Pedro y Curri y el centro de Alajuela y después cayó la noche. Y a la mañana siguiente…”
Me estás oyendo, pregunté, pegándome el celular al oído.
Mae, perdón, el ICE es una mierda, no te oigo ni picha. Me quedé en la rayita no sé qué del cielo… Voy a colgar.
Seguí con Tolstoi. Aquellos soldados libran la muerte y se dan a la fuga, a pesar de los llamamientos de un superior: “…seguían corriendo y disparaban al tuntún sin siquiera volverse. La suerte estaba echada: en aquel momento de duda, la balanza había caído del lado del miedo”.
Miedo. Intenté llamar a la viróloga para saber qué había pasado a su calicó. No atendió la llamada y supuse que todo andaba bien, puesto que de haber tenido una emergencia me habría consultado. ¿Por qué siempre perros y gatos?, me pregunté, recordando sus palabras. Quizá era una forma inconsciente de recobrar mi animalidad. En los animales veía reflejada la emancipación a la que aspiro. Viven sin miedo. Son, ellos sí, inmunes a la tragedia: aceptaron formar parte de ella, a diferencia de los humanos.
Los virus no son, en lo absoluto, entes macabros. Funcionan como los pajarillos en el güitite, que comen sus frutillos maduros y luego van y cuitean las semillas a lo lejos, esparciendo güitites para generaciones futuras.
No pretendo sonar como el Jefe Seattle, no creo en un plan, sencillamente es lo que es.
El virus telegrafía su ARN hacia las células y así, durante millones de años, han promovido la evolución de todas las especies. En su mensaje de ARN transmite su propia verdad. Un día, el ser humano dilucidó ese mensaje. Aprendimos de ácidos nucleicos, aminoácidos, proteínas. Inventamos estas palabras y más. Desciframos el lenguaje de Natura. Otros dirán el lenguaje de Dios. Y nos echamos un pulso con ella, a diferencia de los pajarillos confabulados con el güitite. Y ese pulso fue nuestro error.
Mientras esperaba los licores, encendí otro cigarro y una cuita me cayó en la cabeza. Ligando de nuevo el tema de ciencia y humor ―fisiología del humor―, recordé otro insospechado ejemplo de comedia de la historia humana: el mito del manzanazo de Newton. Él mismo lo narraba a manera de chiste y, si bien en alguna oportunidad expresó su inquietud acerca del por qué una manzana viaja siempre perpendicularmente hacia el suelo y no a los lados o hacia arriba, nunca sucedió. La esencia de su chiste se fundamenta también en la amenaza del desastre, por lo que habría sido el fracaso, el desengaño para con su método y rigor lógico, el fiasco para la ciencia y el saber humano si la Ley de Gravitación Universal fuera atribuible a una chiripa.
Lo que sí es cierto es que la formulación de la Ley se dio en casa de sus padres, donde había tres manzanos y adonde debió trasladarse ante el cierre de la Universidad de Cambridge, en 1665, cuando llegó a Londres la peste bubónica.
Me levanto para lavar la cuita en mi cabeza, diciéndome que Natura es implacable y absolutamente antihumorística.
Al regresar, encuentro muchas llamadas perdidas y un texto de la viróloga: ¡¡¡Contestame, por favor!!!
Continuará…

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Sobre el autor

Bernabé Berrocal

Bernabé Berrocal

Bernabé Berrocal (Alajuela, Costa Rica. 1978). En Uruk Editores publicó Hombre hormiga (2011) y Archosaurio (2017). Artículos de su autoría han aparecido en diferentes medios escritos. Ha sido invitado a la Feria Internacional del Libro de Guatemala y a la Feria Internacional del libro de Guadalajara. Reside en Playa Jacó, entre perros y gatos.