Crónica de la rata que da cuerda al apocalipsis (Cuarta parte)

Crónica de la rata que da cuerda al apocalipsis (Cuarta parte)

Autor Bernabé Berrocal

“Cristo regresa por segunda vez a la Tierra. Quemen. Allanen. Que no quede una sola piedra del antiguo tiempo. Que no quede una sola plaga del pasado. Que el nuevo tiempo nos encuentre desnudos sobre una tierra yerma. Amén”.

                                                                               Carlos Fuentes, Terra Nostra.

 

Dije a mi prima que todo saldría bien, pero era falso. Supe desde el comienzo que el asunto acabaría mal, lo comenté después con mi hermana Nene. El diálogo con la prima había sido escueto. Cierto que la escuché afónica y dijo tener las glándulas inflamadas, pero en la inflexión de su voz hubo hermetismo más que miedo u otra cosa. Del hermetismo cuya raíz se entronca en la conmoción lindante con la vergüenza y sentimiento de culpa. Pacientes de COVID solían percibir rechazo. Yace en los genes. De los animales que viven en manada se sabe la propensión a apartar a congéneres enfermos. El depredador ubica el punto débil del grupo, la cebra que renquea y se lanza por ella, la cual es escudo para las cebras sanas e imán de la desgracia al mismo tiempo. El destino de un individuo está ligado biológicamente al de los demás.

El farmacéutico de Sucre de la Avenida Segunda me saca de mis cavilaciones con un gesto de su mano. Retrocede hacia el otro lado de la vitrina y dice póngase la mascarilla y agarre una ficha.

Hurgo en las bolsas de mi salveque hasta que la encuentro, me la coloco y pregunta en qué le ayudo.

Quiero chequearme la presión, respondo.

Amanecí con mareos y un palpitante dolor en las sienes.

Se dirige a la bodega, separada del resto de la farmacia por una cortina azul estampada con loguitos de Pfizer y vuelve con el tensiómetro, sus manos enfundadas en guantes de látex color azul.

En el trayecto bromea con la cajera, que cuenta billetes y sin alzar la vista responde divertida, ay doc, sos un caso, lame su pulgar y vuelve a lo suyo.

Me invita a tomar asiento en la silla de mimbre frente a la ventana y hace bajar sobre su rostro la hoja de la careta plástica. Caballero ―reparo en su acento venezolano―, coloque el brazalete alrededor del bíceps. Siento el apremio creciente en torno a mi brazo, nuestras miradas permanecen en suspenso, retiradas al embeleso de algún punto neutro, la mía con la mansedumbre del paciente que aguarda el veredicto de la autoridad rotunda, la del farmacéutico con la displicencia del lacayo que notifica la ordenanza de su señor. Lo noto pálido, dice y en mi imaginación luzco como la muñeca Anabel encaramada en la silla de mimbre.

Al otro lado de la ventana hay una señora vendiendo aguacates que exhibe en la acera sobre un cartón de huevos, entre todos los aguacates hay uno partido a la mitad, revelando impúdicamente su carnosidad amarilla. La cajera acomoda frascos de gel alcohol en el exhibidor de las promociones (pague 3, lleve 4).

Pffué, la andás volando, dice el venezolano. Recomienda duplicar la dosis de Ibersartán de hoy y consultar a mi doctor ―que soy yo, pues ahora me automedico.

Quiere chequearse el azúcar, pregunta, viene en combo. Me consulta si desayuné y digo que una galleta Soda y punza la yema de mi anular y la gota de sangre sobre la banda del aparatito se degrada paulatinamente desde un tono “carménere” hasta “pinot noir”.

No es concluyente, responde, pero está alta; poquita pero altita, caballero.

Al momento de pagar, la cajera alaba mi mascarilla de Pikachu que adquirí de urgencia porque al subir al TUASA en Alajuela olvidé dónde dejé la otra. Pido una caja de Viagra y con la confianza de quien ya conoce las intimidades fisiológicas de uno, el farmacéutico pela los ojos, cuidado, compañero, dice, no se lo recomiendo, consulte a su médico.

De todos modos las llevo y también una promo de gel alcohol con que rociaré el aguacate que voy a comer al almuerzo.

 

 

Amor, mascarillas de Joker, caretitas de Iron man.

No, gracias.

La ciudad de San José posee una lindura visceral. De ello me volví consciente con el paso de los años o quizá yo mismo me he vuelto visceral o es algo que le ocurre a todo el mundo conforme avanza la edad. Digo de la visceralidad como un estado mental en que se aprecia a los elementos en su forma desnuda, prescindiendo de la historia o cualquier otra lógica con que juzgamos la caótica naturaleza de las cosas. El josefino que huye de vacaciones hacia la costa se planta en su silla playera o sobre un cerro y por un momento tiene la ilusión de que el desconcierto queda atrás. Suprime de su mente o ignora que este reina bajo las olas que lengüetean sus pies en la arena o en el subsuelo de los verdes paisajes y suspira de nostalgia por lo que cree animalidad perdida, como aquel King Kong de la última versión en que el monumental simio, con mirada melancólica replicada en la de una beatífica Naomi Watts, que lo mira a él, observa embebido la imagen de la jungla de un extenso valle a sus pies.

Desde antes de la pandemia solía atravesar a pie el centro de San José, desde la Merced hasta mi consultorio, procurándome un poco de ejercicio. Lo hacía siguiendo el mismo trayecto todos los días, evitando la que yo llamaba “ruta de la mierda”. Por el aumento de la indigencia, algunas áreas se convirtieron en letrinas a cielo abierto. En aquella ruta distinguía “zonas calientes”, la primera ubicada al costado este de la cuadra de TUASA. En el semáforo de la esquina sureste me cambiaba de acera porque en una ocasión, frente a almacenes Gollo, me paré en una mierda y ahí mismo dejé los zapatos y compré unas Crocks de imitación en un puesto diagonal, para seguir en taxi. Otra zona caliente se hallaba frente al BCR, donde cada mañana una cuadrilla de señoras de gabacha azul, armadas con escobones, echaban cloro y agua con manguera; el olor del cloro y los excrementos se liaban en uno solo. Al principio, las señoras azules eran muy delicadas ante el paso de los transeúntes y se detenían, luego fregaban como automatizadas y una vez una de ellas, sin alzar a verme, escobón en mano me dijo “cambie de acera, vida, esto pringa”.

El paso por el BCR traía a mi cabeza una anécdota de cuando Bancrédito cerró definitivamente. Caminaba yo frente a la antigua agencia ubicada al costado sur del Parque Central. En ese instante, unos empleados de Neon Nieto retiraban el rótulo de la sucursal y lo trepaban en un camión con una pequeña grúa. Tomé una foto. Lo hice no por consciencia histórica o porque me sintiera testigo de la culminación de una debacle, como si fotografiase, digamos, el roído cadáver de un elefante en un montazal, apestado de moscas y zopilotes, sino por la porción de tono azul, diferente al del resto de la fachada, que emergió tras el espacio que ocupaba el rótulo desinstalado. En esa franja, de azul más oscuro, se agazapaba la época de bonanza. He ahí la razón por la cual capturé la imagen, por el espacio azul. Bernardo Corrales, amigo poeta, me llamó cursi cuando comenté que similares espacios se descubren de tiempo en tiempo en nuestra memoria. En la imagen, él aparece de espaldas entre los pasantes, con una camisa turquesa y un salveque negro. Envié la foto a un amigo de La Nación, de Economía, quien se encontraba dando cobertura al suceso y me pidió autorización para publicarla. La foto se puede ver en ediciones del periódico del 17 de diciembre de 2019 y 8 de julio de 2020.

Al poeta lo conocí hacía más de veinte años, en la cuadrilla de limpieza de Mcdonald’s a la que me incorporé después de dejar la Soda frente al Hospital Calderón. Era un trabajo para hacer durante las madrugadas, cuando los restaurantes cerraban y me daba tiempo de dormir de cuatro a cinco horas antes de irme a la U. Desengrasábamos las parrillas con agua a presión y un detergente especial, pero cuando de este no había el protocolo sugería Coca Cola. Para las tuberías usábamos removedor de pintura.

En la capacitación nos hablaban de la “Filosofía McDonald’s”. Uno de sus axiomas decía que, en el negocio de restaurantes, regla de oro es que jamás se debe contradecir a una persona que hace fila por su comida, pues el hambre vuelve a las personas irascibles, frustrado su anhelo de satisfacer, con inmediatez, su más elemental necesidad. Nunca objetar a una persona movida por aquel impulso vital. Salíamos el poeta y yo de nuestros respectivos centros de estudio, hambrientos y sin dinero. Éramos dos “estudiambres” haciendo nuestro trabajo en medio de olor a pollo frito, cuyas piezas los otros empleados, algunos también con hambre, contaban escrupulosamente pues debían ajustarse al inventario antes de ser enviadas a la basura, al no cumplir con el standard de calidad de la “Filosofía Mac”.

Una vez, en el restaurante de la Tropicana, en Alajuela, un ingenuo novato comió delante de sus compañeros un pastel de “manzana” que a la hora del cierre sobraba en inventario.

Nombres, yo me lo como, dijo. Lo extrajo de la cajita y le pegó el ñangazo. Una de las cajeras ―esto sonará exagerado para quienes nunca estuvieron familiarizados con la Filosofía Mac―, se llevó las manos a la cara al percatarse del asunto. Esa noche se hallaba presente un grupo de inspectores de control de calidad, en etapa de inducción. Seguían al jefe de un lado a otro como patitos a su madre y ahí mismo uno de ellos se acercó al principiante y preguntó, amigo, se puede saber qué está haciendo. El otro devolvió lo masticado en la palma de la mano y dijo perdón, no sabía. El poeta y yo mirábamos la escena de lejos, a la expectativa como el jefe ante el accionar de su pupilo. No hubo drama ni mucho menos, el muchacho clavó la mirada en el piso, avergonzado, al tiempo que oía versículos de la Filosofía Mac recitados de memoria por mamá pata, que al final dijo mañana no venga, pase por la carta, cuac, cuac y volvió a su faena.

Hay que hacer algo, hijueputa, me dijo el poeta mientras recogíamos bolsas de basura a las dos de la mañana. Trabajar aquí es humillante. Nuestros uniformes no tienen bolsas porque asumen que vamos a robarles, porque somos la “raza comelona”, porque ganamos lo necesario para comer y ya. El puto problema, dijo, es que el poder lo ostentan los pipis. ¿Oís? Nos gobierna puro pipi: Calderón: pipi, Chema: pipi ―los dos anteriores, hijos de pipis―, Miguel Ángel pipísimo y así siempre, si revisás hacia atrás en la historia. El presidente es un pipi, rodeado de pipis. Quienes toman las decisiones económicas jamás se apearon de la buseta ni de los lujosos vehículos de sus padres que los llevaron ida y vuelta a sus exclusivos colegios, nunca caminaron por el centro de San José, luego cursaron estudios universitarios en USA o Europa de donde regresaron para aplicar su fórmula aprendida, su dogma, a una realidad de la que no tienen puta idea.

No sé si estas fueron las palabras exactas del poeta o estoy confundiéndolas con las que alguna vez dijera Beto Cañas acerca del pipi Kevin Casas.

Levantó su puño, el poeta. Poné atención: bolsa con un nudo: basura; bolsa con dos nudos: moncha que vamos a “rescatar”…

Ahora lo que me saca de mis divagaciones es tufo de excrementos y carne quemada reverberando en la parte frontal de mi mascarilla de Pikachu. En mis alveolos mueren los sentidos y soy un molusco confiado en la piel que lo circunscribe del entorno y del que es mera consecuencia: el pensamiento científico es asperger, el filosófico esquizoide.

Al costado norte del Parque Central, en el lugar donde Tango solía hacer series con una bola de tenis, en una banca hay un hombre leyendo la Biblia. Cuelga una de las perneras de su pantalón, echa un nudo a la altura de la inexistente rodilla. Lo vi semanas atrás, con sus dos piernas aún, tendido de panza en la acera ante su Biblia abierta. Tomaba notas en un cuaderno de resortes. El objetivo de Teseo no es matar al Minotauro, sino salir del laberinto, leo en un grafiti sobre una cortina de acero del Melico. Los grafitis fueron emborronando edificios, aceras y calles. Una epidemia de caligrafías. “Renuncie Charlinflas”, “Hambre”, “Ahora declaro el fin de la clase media”, se leía en una nube de diálogo saliendo de la cabeza, cerebro expuesto, de Ottón Solís. Diagonal a la estatua de Juan Pablo II, un grupo de hombres cocina en el fuego que se alza de un estañón. Una carajilla yace de cuclillas a la par de ellos, la cabeza metida entre sus rodillas. A unos metros, junto al quiosco del Parque Central, del monumento al barrendero solo queda un insólito par de piernas que aún sobrecoge a quienes por ahí se aventuran durante las noches cada vez más largas y oscuras, vueltas la manifiesta alegoría de los miedos que desde siempre suscitó, refugio de todos los horrores concebibles por la fantasía y que desciende como una bruma sobre seres que la reciben con indiferencia de criaturas abisales y no necesitan luz ni ojos para atestiguar sus calamidades. Olvidaron el significado de la palabra tiniebla.

En el parque ya no deambulan palomas y las supervivientes, atontadas por el hambre se precipitan desde la fachada de la Catedral revestida por una pátina de moho y musgo, en el suelo son esperadas y aleteando recogidas como tentadores racimos, para ser echadas al fuego de los improvisados anafes de los alrededores. Aquella pátina respira y se reproduce sin control en todas las edificaciones aledañas. En las más altas, los ventanales no existen o están quebrados. Los primeros en ser clausurados fueron los edificios de los Bancos Nacional y Popular, por el motivo de que la gente los usaba para lanzarse. Cada ventana rota cuenta al menos una de esas historias. Algunos lo hicieron desde la parte alta de la Catedral, pero no siempre lograban su objetivo y entre quejidos agonizaban durante días sin poder moverse, los cínicos calcularon aterrizar en las puntas de la verja, desmantelada luego como todo lo metálico o sintético de la ciudad en procura de sacarles insospechado provecho y San José tomó el aire de piedra mohosa, de las que yacen al pie de ruinas, encallada en la nostalgia de villa olvidada, aborto de ciudad en ciernes donde la estructura del “edificio más feo del mundo”, el que albergaría la Asamblea Legislativa, sobresale como obelisco, epítome de lo malogrado. Desde su azotea lanzaron a Joe Quimby, su roja corbata ululando en el descenso de su cuerpo decapitado hacia la turba enfurecida, armada con machetes y palos y luciendo tapabocas del Joker, aunque muchos decían que esto provenía del imaginario popular y ni siquiera portaban mascarillas, clamaban consignas como posesos y luego cánticos con serenidad que recordaba los hechos alrededor de crepitantes hogueras.

Sobre la fachada del “obelisco”, con una depuración en el trazo que no podía ser obra sino de un artista consumado, habían pintado la silueta, en negro, cuarenta metros de alto, de una rata.

El iris de gato vigilaba a lo largo de ciento noventa y nueve kilómetros en el cielo.

“Al igual que un virus necesita de un cuerpo/ como los tejidos blandos se alimentan de sangre/ un día te encontraré… Como un hongo en el tronco de un árbol/ toco tu piel, y estoy dentro… La combinación perfecta…/ me adapto, contagiosa/ te abres, dices bienvenida… Como una flama que busca explosivos/ como la pólvora necesita una guerra/ me agasajo dentro de ti/ eres mi anfitrión… Como un virus, paciente cazador/ estoy esperando por ti…”

 

Un delgado hilo de humo oscila frente a mis ojos como la cola de un gato y desaparece en el aire de la habitación a media luz, donde flota aroma a incienso junto a la voz de Björk.

 

La mano tibia de la viróloga se posa sobre mi pecho. Te sentís mejor, pregunta.

Digo que no, lo que era cierto en parte pero más justificación porque no surtieron efecto mis pastillas azules.

A mi lado emerge la gata calicó. Lleva un collar isabelino. Ha perdido el extremo de su cola, tuvieron que amputársela, la parte restante luce erecta ―la palabra resuena maliciosa en mi todavía dolorida cabeza―, empinada, con el extremo rasurado y me sugiere el cable pelado de los postes que rozan la malla electrificada de los carritos chocones de las ferias. El cuello también luce rasurado, una porción de piel muy blanca con puntos de sutura donde se alojó la sonda con que fue alimentada por algunos días.

 

Cómo se llama, pregunto, no me lo dijiste.

 

Ella intenta darle un beso mientras la gata forcejea, la pone en el suelo y escapa por la puerta entreabierta.

 

Calicó, dice.

Calicó, pregunto.

Calicó, sin más.

Es la primera vez que te pasa lo de anoche, pregunta.

Qué pelada, digo.

No me refiero a eso. Te pusiste súper pálido y dijiste que estabas débil y necesitabas dormir.

Sabía que se refería a la posibilidad del COVID así que expuse un resumen de mi epicrisis.

Vaya al médico.

Lo voy a hacer.

Y hablaste durante toda la noche. Como si deliraras. ¿Quién demonios es Joe Quimby?

Hablo dormido, pregunté.

Pero impresionante. Empezaste a ver conmigo Parasite, pero te quedaste dormido a la mitad… Sabés, tal vez no sepa mucho de cine, pero comparto en que sí debieron darle el Óscar a Joker.

También la viste, Joker, pregunté.

Sí, la puse a todo volumen, para ver si reaccionabas.

 

Ella se levantó para cerrar la puerta y durante ese instante me olvidé de lo que estaba sucediendo en el mundo allá afuera. Pero entonces se me ocurrió echar un vistazo a mi teléfono y descubrí más de una decena de WhatsApp de Nene.

 

Continúa…

 

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Sobre el autor

Bernabé Berrocal

Bernabé Berrocal

Bernabé Berrocal (Alajuela, Costa Rica. 1978). En Uruk Editores publicó Hombre hormiga (2011) y Archosaurio (2017). Artículos de su autoría han aparecido en diferentes medios escritos. Ha sido invitado a la Feria Internacional del Libro de Guatemala y a la Feria Internacional del libro de Guadalajara. Reside en Playa Jacó, entre perros y gatos.