Autora Arabella Salaverry
Y de pronto todo cambia. Sin esperarlo. Lo que era futuro se transforma en un presente que no avanza. Los días suspendidos en la incertidumbre, y en algo parecido a la desesperación. No saber muy bien qué sigue, cuánto tiempo más debemos darle al tiempo, hasta que nos aparte de la encrucijada amarga en la que estamos.
Pero también nos enceguece una luz. Brilla con obstinación la luz de la solidaridad. Constatar que a pesar de esta época marcada por la indiferencia, por el desapego hacia el otro, en este país las cosas pueden ser diferentes. Una ola solidaria nos ha cubierto y vemos con asombro manos que se abren para compartir. Eso conmueve, ilumina.
Y constatar asimismo que la particularidad de este país no es un mero recurso literario. Que existe desde la praxis. Porque si dirigimos la mirada hacia afuera el olor a muerte nos asalta. Vivir en un pequeño país que se mueve hacia el futuro y que afronta un momento tan duro con la certeza de que sus instituciones y los responsables de conducirlo responden desde la humanidad nos tranquiliza. Constatar que la herencia de hombres visionarios era la necesaria, era la justa, nos mueve al compromiso por su defensa.
Sí, porque la amenaza también crece. Está latente y palpita en los intereses de grupúsculos, esos que se dibujan como amos de los destinos económicos del país, y que se pretenden dueños de nuestras vidas. Rondan como abejorros, o como buitres esperando alimentarse con los últimos despojos. Carroñeros insaciables. Esa amenaza nos sobrevuela.
Solo resta entonces dejar transcurrir cada día, estar alertas, tratar de no sucumbir a la sombra y alimentar la esperanza de que algo nuevo, algo aún mejor nacerá de la tristeza de estos días de pandemia y que este pequeño país sobrevivirá más fuerte, más humano y más solidario.
Aunque la vida se haga para nosotros los que acarreamos muchos años más precaria y el miedo se asome sin invitación y el tiempo sea cada vez más escaso.