Crónica de la rata que da cuerda al apocalipsis  (Tercera Parte)

Crónica de la rata que da cuerda al apocalipsis (Tercera Parte)

Autor, Bernabé Berrocal

La risa es la desaparición, inesperada, de una esperanza
Andrés Bustamante (o su carnal).

Emoticon de buseta y cara de sorpresa

…Respondió la viróloga cuando le dije que iba en bus de TUASA camino a Chepe.
Ciertamente yo prefería el peor-es-nada servicio de trenes, pero cuando el Ministerio de Salud mandó reducir la capacidad de sus vagones al cincuenta por ciento, se volvió una odisea. La odisea. Fila de cien metros para los primeros cincuenta que conquistaran el viaje hacia Alajuela y viceversa en el tren de INCOFER. Cuando esto sucedió, opté por la línea de buses Station Wagon, en la que, a diferencia de TUASA, rara vez viajaban más de diez pasajeros a la hora en que yo lo hacía, pero a principios de julio los Station Wagon dejaron de operar indefinidamente y se me agotaron las opciones. Cálculos sobre el virus de la influenza demostraban una probabilidad mayor, cercana al cincuenta por ciento, de infectarse para quienes hacían uso diario del transporte público, en trayectos que superasen treinta minutos de duración. Se decía que los virus sobrevivían hasta setenta y dos horas en una barra metálica o en la superficie de un asiento. Los números de otros estudios no eran más halagüeños ―otro guarismo señalaba como quince días el tiempo que, anualmente, un tico permanece metido en una unidad de transporte público, yendo y viniendo por la General Cañas: quince días, trescientas sesenta horas embutido en un TUASA en año de pandemia: ¡eso es eutanasia, carajo!, me dije citando más o menos al Ambrose Bierce de Gringo Viejo―. No pude evitar, los primeros días al sentarme en el bus, que un hormigueo me recorriera el cuerpo. Tenía la sensación de que mi camisa se adhería a la tela del asiento, como velcro y, al levantarme, hasta creía escuchar, en el interior de mi cabeza, el sonido ese que hace al despegarse.
A los vendedores ambulantes de la Avenida Central y Segunda se les miraba más relajados; la Policía Municipal no los perseguía con la misma intensidad, había una especie de tregua tácita en virtud de los índices de desempleo, ahora disparándose, además, la imagen del Ministro Salas confeccionando una mascarilla en conferencia de prensa era como un espaldarazo a los emprendimientos de mascarillas y caretas de los comerciantes informales. Ahora ellos aportaban a la salubridad. Vi a uno venderle un par de caretas a un peatón frente a una pareja de policletos de la Muni, era como si la crisis los hubiera hermanado. Crisis no es una palabra que les genere miedo a los informales, la crisis es su hábitat. No hay para ellos un “antes de”, ni un “después de”, ni “nueva normalidad”, ni recesión: estos son términos que suponen pérdida, el haber poseído algo. Hace años, cuando cursaba la universidad, trabajé por las noches en la soda de mi tía Nena frente al costado norte del Hospital Calderón Guardia, ahí entablé amistad con David. Tenía una leve discapacidad cognitiva, aunque otros aseguraban que la piedra le había volado los bréquers e iba todo el día con su maletín al hombro, uno que era dos tercios el tamaño de su propio escuálido cuerpo con el logo de Kelme y en el que cargaba su variopinta mercadería: calcetas a tres por mil, calzoncillos, calzones, limpiones, paños, desatornilladores, martillos, saleros, servilleteros, vestidos para licuadora, cidís quemados, etcétera. Fumaba como un animal, constante, sin parar. No tenía familia, ni pensión del IVM ignoro por qué. Usaba camisas de manga larga porque era palidísimo y padecía de soriasis, a veces la piel de la cara se le desprendía en tiritas y, suponiendo algo contagioso, la gente evitaba su cercanía. Decían que padecía de VIH u otro virus difícil y tía Nena y las enfermeras del Calderón le regalaban crema de rosas o de betametasona. Contaba chistes, reía mucho, nunca aprendió mi nombre y me llamaba Randall o Steven. Steven, me decía, venga acá. Bajaba la voz: ando películas XXX, a mil, pero a usted se las dejo a setecientos o se las cambio por un gallo, y reía con sus dientes amarillos. Cuando cerrábamos, a las diez, el hombre se iba y con los días me percaté de que deambulaba dando vueltas y vueltas a la cuadra del Calderón Guardia. Lo hacía fumando un cigarro tras otro, que sostenía entre pulgar e índice, una calada por cada tres de sus pasos cortos, sin darse pausa. Andás jugando al trencito, David, le preguntaban los taxistas de la parada frente al Calderón; ellos me explicaron que así eran sus noches cuando no juntaba los mil colones de la cuartería. No es que fuese tan orgulloso como para no aceptar ayuda, pero resultaba que el hombre ya le debía una semana al administrador de los cuartos. Una vez, mientras comía un pinto con huevo picado sin sal y un café muy caliente con un cubo de hielo dentro, como solía pedírmelo, me dijo que quería morirse y en mi ingenua y osada juventud le respondí no hablés así, David, echá palante. Me contestó que estaba aburrido de la soledad y de jalársela porque no tenía una mujer desde hacía años de años. Cuál va a querer algo conmigo, Randall, dijo expulsando humo por sus labios despellejados, al tiempo que levantaba la manga de su camisa para mostrar los nuevos eccemas del antebrazo. Comprendí que los cigarros y sus caminatas maratónicas alrededor del hospital era su forma de suicidio pasivo. Así vivió dos años más.
Amor, ¿mascarillas?
No, muy amable.
Uno se vuelve indolente, quizá, pero cuando voy por la calle es mi política no detenerme ante el llamado de nadie, así se trate de una viejita pidiendo ayuda.
¿Careta plástica, alcohol en gel?
No.
También tengo cigarros sueltos.
De hecho, menos aún me detengo si es una viejita. ¿La razón? Hace años a mi mamá, mientras cruzaba el parque de Alajuela y viniendo de retirar su salario del cajero automático, la llamó una viejita. Mamá se acercó para ver de qué modo podía ayudarle: había mordido el anzuelo. La vieja señaló con el dedo índice el bolso que mi madre solía llevar bien sujeto bajo el brazo. Aquel dedo era, según mamá, huesudo, curvo, su uña larga y mugrienta. Para mí se trataba de una alucinación de ella. Cuando llegué a casa, la encontré aturdida y lloraba. En su mente había un lapsus, un gran espacio en blanco, un lagunazo. Tras la visión del dedo, solo recordaba que se vio caminando como sonámbula, cerca de las paradas de buses del parque del cementerio de Alajuela, sin su bolso. La habían drogado. Le expliqué que probablemente le habían dado escopolamina, una droga que los delincuentes aplican a volantes publicitarios, confites, filtros de cigarrillos, bebidas o en los teclados de cajeros automáticos para llevar a cabo “paseos millonarios”.
El chofer del taxi que abordé frente a La Merced portaba una careta plástica y debajo un tapabocas estampado con una sonrisa del Joker, de la que no me percaté al subir y me causó un sobresalto cuando asomó por el retrovisor. Mi mascarilla lucía una roja nariz de gato, con tres hermosos bigotes a cada lado y una sonriente boca con colmillos. El taxista se volvió hacia mí con una botella plástica y aplicó un chorro de alcohol en las palmas de mis manos, pero a la botella se le zafó la tapa y una parte de alcohol cayó en mi pantalón y zapatos. No se preocupe, dije esparciendo el exceso sobre mi nuca y la calva que exhibía más pelo de la cuenta, porque no sentía que fuera seguro ir a la barbería. Arrancamos. El hombre iba diciendo algo e intentaba que yo lo escuchara. Los taxistas se habían vuelto más locuaces después de que Uber incursionara en el país. Permanecí fiel a los taxis rojos porque me exasperaba la impostada confianza de los choferes de Uber, sobre todo al inicio: ¿Desea escuchar alguna estación o tipo de música en particular? ¿Le corro su asiento hacia adelante o se lo echo para atrás o así va bien? Algunos me ofrecían confites y me preguntaban si iba al trabajo y a qué me dedicaba. Por no ser descortés se los decía y entonces debía escuchar largas y pormenorizadas historias sobre las mascotas que tuvieron a lo largo de la vida. No digo que me disgustaran esas tiernas evocaciones que en su mayoría empiezan con el entrañable perro aquel de la niñez, evidencia de la más honesta compasión y ternura humanas, pero tras las primeras cincuenta veces se vuelve cansino. El relato de Akita, el perro que aguardó por su dueño durante años, en una estación de trenes del Japón, la habré escuchado en diferentes versiones una centena de veces. La tarifa del taxi rojo era más alta pero creía que valía la pena, pues valoraba el silencio, la bien enquistada indolencia de sus conductores: ¿Adónde lo llevo?, era su única pregunta, al arrancar y nada más. Presionados por la competencia, si bien los taxistas rojos se preocuparon más por la higiene y sus asientos olían ahora a desinfectante y le abrían a uno la puerta, ayudaban con las bolsas del diario y decían buenos días y buenas tardes y bajaban el volumen a la emisora cristiana, confundieron cháchara con amabilidad.
Cayó el virus y ante las restricciones vehiculares y descenso de las operaciones de Uber, el chofer del taxi rojo retomó el hermetismo displicente que siempre preferí. Sin embargo, no faltaba alguno que quisiera exponer sus ideas:
Lo que hay que hacer es testear, pa’, para identificar por donde viene el brote, me entiende, como hicieron en Corea, aquí no se ha hecho, sobre todo hay que ir a la frontera norte.
Dijo algunas cosas peyorativas hacia los nicas que no voy a repetir, pero que los ticos conocemos bien. Prefiero citar aquella frase de Ricardo Jiménez de que “en Costa Rica hay tres estaciones: invierno, verano y la de diferencias con Nicaragua”. Y esta otra de Jeffrey Eugenides, en relación con los migrantes y si no lo dijo con ese propósito me parece acorde: “Es la desesperación lo que nos hace decir adiós”.
El taxi avanzó dos cuadras y frente al “Banco Negro” quedamos pegados en una presa. Por ratos daba la sensación de que el tránsito fluía y como ya iba tarde y me esperaban un par de urgencias ―los únicos dos clientes de esa semana, un chihuahua cardiópata que convulsionó por la madrugada y un labrador que se había tragado una media panti― me resigné a permanecer en el taxi, esperanzado en que el percance de allá adelante fuese algo menor y momentáneo. En mi teléfono había una decena llamadas perdidas, todas de la clínica.
Tomé del asiento al lado mío el periódico La Nación. Al abrirlo, miro que asoma la sonrisa de Joker por el retrovisor: Dicen que ya está dando patadas de ahogado, ese periódico. El medio, como muchas otras empresas, también se había visto en la necesidad de reducir jornadas laborales y despedir gente.
Ahora que están perdiendo, dijo el taxista, los empresarios recortan salarios, pero cuando han tenido ganancias millonarias picha que se les ocurre dar un colón de más a sus empleados. No vio a estos hijueputas del BAC.
Afirmé con la cabeza. En la bolsa de mi pantalón el celular por fin dejó de vibrar, después llegó un texto, de la recepcionista.
Emoticon llorando

El chihuahua ya se fue.

Me revolví en el asiento tratando de encontrar el origen de la presa mientras el taxista permanecía con las manos en el volante, inconmovible, era de los estoicos. Vuelvo al periódico y en la sección de Nacionales leo que el diputado Abarca afirmó que los animales aguantan hambre por ausencia de turistas en Manuel Antonio ya que no había quien les diera sus meneítos, lo que me pareció algo así como una ingeniosa estupidez o muy osada o que el tipo tenía madera para el Stand up comedy. La comedia y la política también van de la mano y recordé una anécdota del comediante Andrés Bustamante, refiriéndose a la vena humorística con que Vicente Fox sedujo a los mexicanos, y a quien tras recibir la banda presidencial, en la ceremonia de investidura, una niña se le acercó y preguntó: Señor, qué se siente ser presidente, y este, rodeado por decena de cámaras y micrófonos, en una oportunidad magnífica para hacer derroche de fervor patrio, respondió: “Se sienten ñáñaras”. Imagínate, decía Bustamante, que al Tlatoani guía de los mexicas en busca del nopal sobre el que se posó el águila devorando a la serpiente, una vez frente a la profética visión se le hubiese acercado una pequeña mexica y le preguntara: Tlatoani, qué se siente fundar un imperio, y este respondiera… lo que dijo Fox. Cerré le periódico de golpe y lo hice a un lado y la sonrisa del Joker volvió a emerger por el retrovisor.
Cuántos cree que haya hoy.
Me encogí de hombros.
Digo que hoy llegamos a ochocientos. Y mueren diez más.
Pagué los mil quinientos que indicaba la maría y me apeé. Aunque el cielo estaba oscuro y empezaban a caer las primeras gotas, calculé que alcanzaría a llegar a pie y, recordando que traía un paraguas me devolví corriendo hacia el taxi, que seguía inmóvil y el Joker me lo pasó por la ventana. Era uno marca Pingüino, largo, con mango curvo de madera que mi papá quiso mucho y jamás prestaba a nadie. Me lo heredó.
Los carros empezaban a doblar hacia una calle alterna y crucé entre ellos por media Avenida Segunda. En la esquina del Melico pregunté a un oficial de tránsito qué era lo que pasaba. Llevaba un gran cono anaranjado en cada mano.
Manifestación.
Me cago en la puta, gracias, oficial, dije y este fue a poner los conos en mitad de la calle.
Como no eran permitidas las aglomeraciones, los manifestantes marchaban dentro de sus carros. Muchos eran de uso oficial, del ANDE, del SEC y varias Municipalidades incluida la de San José. A través de las ventanas ondeaban banderas de sus organizaciones y de Costa Rica. Se dirigían a la Asamblea Legislativa.
A mitad de la caravana, sobre un camión con amplificadores, un hombre gritaba consignas, fondo musical de Silvio Rodríguez. Detrás caminaba un pequeño grupo, todos con mascarilla o caretas plásticas. Conducían una pancarta donde al presidente Carlos Alvarado se le representaba como un cerdo, con su papada exagerada y nariz y orejas de chancho; rotulados como FMI y Banco Mundial, dos hombres, también de rasgos porcinos, comían junto con él de una palangana con forma de la silueta del mapa de Costa Rica. En la bolsa de mi pantalón, el teléfono volvía a vibrar una y otra y otra vez. Caminaba lo más rápido que podía, perdí algunos kilos por la dieta que me encontraba haciendo en razón de la vesícula pero con la mascarilla y el sofoque me costaba respirar. En aquella última cita médica me diagnosticaron hipertensión, mal presagio para este año. Tomaba Ibersartán de 150.
En las cercanías de El Lobo Estepario, el hombre sobre el camión empezó a gritar desaforadamente la palabra hambre. Exclamaba, hacía una pausa y dale otra vez. Hambre, hambre, hambre. Cuando por fin se cansó y caminó hacia el otro extremo de la plataforma del camión, reparé bien en él. Aquel hombre no se veía indignado. Jugaba con el micrófono, pasándoselo de una mano a otra, con pasmosa displicencia. Aquella era su especialidad. No había furia en él. Su actitud era la del Tigre Tony en un evento pago. Aquel ruido le era indiferente. Todo era impostado y le entraba flojo cada cosa que decía. No se veía molesto aunque al momento tomar el micrófono se desgalillaba, transpirando histrionismo puro y llano. Sí, falsedad. Eso me pareció. Ahora me arrepiento porque quizá sí era un animador contratado. O tal vez formaba parte de un comité. Un comité de manifestaciones o algún subcomité del que fungía como encargado y tan solo hacía su mejor esfuerzo en el trabajo que se le había asignado. Dios. En Costa Rica no estábamos indignados. Nada. La indignación solamente podía brotar del hambre y el dolor y aquel tipo sabía de ello tanto como yo. Ninguno de los dos conocía el hambre de cerca y si en algún momento de la vida fue así, la habíamos olvidado. Era hambre retórica. Vivíamos en el país que añoraba su gran tragedia nacional. La indignación explotaría donde habita la gente llevada al límite de su resistencia y hablo de una resistencia física y de gente realmente contra las cuerdas, como aquel mi amigo soriático. Deseo con todo mi corazón que estalle toda esa cólera divina. Aquella manifestación por la Avenida Segunda era un puto día de campo. Manifestantes sonriendo desde sus vehículos. Ciudadanos que protestaban contra el Estado en sus carros del Estado.
No vale la pena, reflexioné y apuré el paso ―más tarde comentaría el episodio a mi amigo del callo en el corazón, quien me llamó PAC-lover, facha y otras cosas; bromeé diciéndole que tomó control de mis emociones aquel personaje rojo que gobierna la ira en la película Intensamente―. La voz dentro de mi cabeza dijo: Qué pura mierda sos.
Fui hacia el camión y llamé a Tigre Tony. Si van a manifestarse, dije, vayan y quemen algo, rompan algo, secuestren a algún diputado: sos un mero hablador de mierda. Tigre Tony no escuchaba, la voz de Mercedes Sosa a full por los altoparlantes. Sonrió. Linda mascarilla, contestó. Así que la bajé hasta mi mentón y repetí: sos un hablador de mierda, todos ustedes son unos payasos y habladores de mierda, cuál hambre, dije señalando a sus asistentes con el mango de mi paraguas. El tipo no se lo esperaba. Abrió mucho los ojos y miró a su alrededor. Supongo que estaría acostumbrado, durante los bloqueos en vías públicas, a las ofensas de conductores iracundos, pero no a que alguien se atreviera a violar la distancia, el aura inmunizadora que habría supuesto en función de lo que se figuraba una lucha legítima por los intereses del pueblo. Y yo estaba ahí, del otro lado de la cerca de su parcela de poder, majándole los siembros.
Ni chancletudo, ni facha. En Costa Rica ya no hay lugar para los puntos intermedios, te exigen tomar una posición radical. En todo. El poder en Costa Rica era una partida de ping pong entre UCCAEP y sindicatos, ambos malos perdedores. Al réferi, por quien el pueblo se esperanzaba cada cuatro años, ambos lo tenían cogido por los huevos, debía quedar bien con Dios y con el Diablo. No sé cuál es cuál. Cuando uno amenaza con cerrar operaciones y despedir gente, el otro lo hace paralizando educación y salud. Y teníamos un millón de trabajadores en la informalidad, ajenos a aquel partido de ping pong. Sin duda necesitamos un Estado fuerte, toda mi educación transcurrió en el sistema público; estudié en la UNA, donde en los jardines de Estudios Generales, recuerdo, había un rótulo con esta frase de Carpentier: “No hay justicia sin caridad”. Soy consciente de que la salud y la buena educación son costosas. La mala educación, esa sí es buen negocio. Sé por experiencia que, en algunas universidades privadas, los honorarios de un profesor por cuatrimestre no supera el rubro destinado al curso para papel higiénico, jabón para manos y desinfectante.
Alguien me envió un meme que decía: “Si tuvieras que ofrecer a un tico en sacrificio, para salvar de la pandemia a nuestro país, ¿a quién escogerías y por qué Albino Vargas?”, debajo, la foto del sindicalista. Al día siguiente recibí otro similar, pero donde el protagonista era Otto Guevara, con su nuevo look hipster, vestido de blanco y recostado a una palmera. El berreo es necesario tanto como la polarización de las ideas siempre y cuando haya voluntad para el consenso. En el periodo de gobierno 2014-2018, la izquierda alcanzó un número inédito de diputados. Recordé aquella escena en que El Guasón, el de Ledger, dice que sus acciones realmente no tienen ninguna finalidad o propósito, que es como un perro que persigue a los vehículos porque sí, y que no sabría, le dice a Batman, qué hacer si llegara un día a atrapar alguno. La izquierda tica atrapó el vehículo pero no supo qué hacer. Guardo la esperanza en la siguiente generación, libre de delirios babyboomer.
Así que, visiblemente confundido, Tigre Tony agarra el mango de mi paraguas con el que yo lo señalaba. Ah, no, el Pingüino no. Empezamos a forcejear. Otros dos vinieron a sujetarlo mientras yo gritaba por el paraguas, el tipo cayó de culo en la tarima, momento que aproveché para salir de ahí.
A un costado del parque de la Democracia, Johnny Araya daba declaraciones a noticias Repretel. Traía puesta una careta de las que venden los vendedores ambulantes a mil colones. El micrófono de la periodista lucía envuelto con un pedazo de plástico. Johnny gesticulaba mucho. Juntaba las yemas de sus dedos y de vez en cuando lanzaba una mano al aire, con los pies ligeramente separados. A su lado pasó caminando una señora que gritó, con toda la intención de que la oyeran: Pura hablada, Alcalde Diamante, pura hablada. Me detuve para ver lo que iba a pasar. La periodista hizo una seña al camarógrafo. Va de nuevo… uno, dos tres…
A cien metros de mi consultorio, vi que el perro que se tragó la media, que no era un labrador como había dicho la recepcionista, sino un Golden retriever, subía junto con su dueña al carro y se marchaban. Al hacerlo, el perro saltaba moviendo la cola alegremente. Al menos parecía que iba a estar bien.
Hubo un momento hermoso, esa tarde. Uno de mis amigos, el Gómez, me envió la foto de su hijo, quien acababa de nacer. En la imagen, Emanuel, teniendo como fondo el monitor y otros aparatos del quirófano, extendía su manita abierta hacia la cámara. Al pie de la foto mi amigo escribió un verso de Bukowski, “Born like this, into this”, lo que me hizo derramar unas lágrimas. A ver cómo sale este modelo 2020, le envié de vuelta.
El resto del día no hice más que leer el libro de Murakami y continuar con mi relato apocalíptico.
“Entre plausibles teorías discutidas ampliamente por expertos en los noticiarios y foros de opinión, pasaban los días sin una explicación concluyente de la rayita lila, que no reportaba cambios. Seguía ahí, incólume, desidiosa en la bóveda del cielo, adherida como una cicatriz. Cada día el IMN aportaba, en conferencia de prensa, datos nuevos sobre la evolución y particularidades del fenómeno y anunció que la NASA enviaría un avión meteorológico. Esto fue cuando sus cálculos evidenciaron, imperceptible para el ojo humano, un incremento en la longitud de la raya lila, calculándose que había pasado de los doscientos metros iniciales a un poco más de doscientos veinte metros. Un día la raya lila tuvo un súbito crecimiento que suscitó temor; amaneció ya no como raya sino como un surco, una banda que el IMN estimó de poco más de cuatro kilómetros. Y no sólo eso, se había ensanchado a trescientos treinta metros. Aguzado en sus extremos, su forma era la del iris de un gato”.
A punto de irme, recibí un WhatsApp de la viróloga. Me contaba que la calicó seguía hospitalizada en una clínica de Heredia, pero iba dando señales de mejoría. También, escribía:
Sabés, he pensado que, si estás de acuerdo, me gustaría que esta noche rompiéramos o más bien, juntáramos nuestras burbujas sociales. A las ocho te parece?

Emoticón guiñeando el ojo y otro sonriendo ruborizado

A la hora del cierre pasé junto a la recepcionista y ella preguntó de mala gana por qué tan contento. Yo iba manejando el Pingüino como si fuese un bastón de caballero decimonónico y por un momento imaginé que había un perchero cerca de la puerta del que cogía un sombrero de copa y me lo calaba. Por nada, respondí. Born like this, into this, dije, despidiéndome, al tiempo que con mi cabeza le hacía una reverencia, apoyado en el Pingüino y sujetando con mis dedos el ala del sombrero imaginario.

Continuará…

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Sobre el autor

Bernabé Berrocal

Bernabé Berrocal

Bernabé Berrocal (Alajuela, Costa Rica. 1978). En Uruk Editores publicó Hombre hormiga (2011) y Archosaurio (2017). Artículos de su autoría han aparecido en diferentes medios escritos. Ha sido invitado a la Feria Internacional del Libro de Guatemala y a la Feria Internacional del libro de Guadalajara. Reside en Playa Jacó, entre perros y gatos.