Marzo todopoderoso de Catalina Murillo (pp. 11 – 28)

Marzo todopoderoso de Catalina Murillo (pp. 11 – 28)

A mi madre,
aunque solo ella y yo sepamos por qué.

Es primero de diciembre, es el primer día de un espléndido verano y mi primera tarde de vacaciones: peligrosa coincidencia. El bar está lleno de buenas gentes que beben porque tampoco saben qué hacer. Estoy en una mesita, temblando de risa entre cuatro cuarentones que conocí hace apenas media hora. Me alejaba de la universidad pensando qué haría en tres meses de ocio, cuando tropecé con ellos que llevaban cuarenta años de hacerse, a grandes rasgos, la misma pregunta.

Muerta de risa en minifalda rosada: siempre empieza ahí el recuerdo de la tarde en que conocí a aquel hombre. Yo riéndome y riéndome con la risa floja de mis diecinueve años. Qué livianos eran entonces mis dientes. Yo riéndome y riéndome sin poder parar. Juro que no podía.

Acababa de presentar el último examen del año. Porque, qué gracia, yo estudiaba. El nombre de la carrera era Ciencias de la Comunicación Colectiva, nombre largo y rimbombante, proporcional a su trivialidad. Tal vez alguien haya tenido la sensatez de cerrarla. Era una guarida de inútiles. Todos los que no llegaron ni llegarían nunca a nada se refugiaban ahí, disfrazando su mediocridad con el viejo artilugio de la solemnidad. Se enseñaba a complicar lo simple, a explicar con palabras lo que se entiende mejor sin ellas, a distanciarse de lo evidente hasta perderlo totalmente de vista. Era un desafío al sentido común y una triste parodia de las disciplinas que sí merecían, por aquel entonces, ser llamadas ciencias. Los profesores aplicaban a sus alumnos el célebre principio de «si no puedes con ellos, confúndelos». Disfrazaban su ignorancia y frustración… no, no: vayamos al término preciso: lo que mal disfrazaban era también su moralismo, y aquellos profesores, y con los años sus mejores alumnos, estaban convencidos de que solo ellos, manteniéndose al margen del río revuelto de la vida (esperando quién sabe qué mezquina ganancia de pescadores), veían al mundo tal cual es; convencidos, también, de que las Ciencias de la Comunicación Colectiva eran el saber de los saberes, y ellos, sus profetas.

Pero la realidad, ¡esa!, es libre, y resultaba perversa, por inocente, su forma de darles la razón e insinuarles así que tener la razón es solo una etapa del juego. Pero tampoco estaba la academia para agudezas, ni mucho menos para gracias. Los profesores resultaban severos profetas del revés (anunciando lo que no pasó), y sus discursos giraban curso tras curso entre las paredes de las aulas, como ecos en pena.

Mi verdadero entrenamiento en esos años fue el de llenar páginas de páginas sin decir nada. Cosa fácil y aburrida. Entregué un examen de ciento ochenta folios redactados a la perfección; tenía el dudoso don de detectar lo que cada profesor quería oír y me contentaba con darle a cada cual, digámoslo así, su merecido.

De este tedio venía yo. Que me sirva de atenuante.

Cuando salí del aula, al terminar aquel ejercicio idiota, sin saberlo, yo era una fiera puesta en libertad. Y encima, a la calle habían llegado los buenos tiempos. En este país bendecido con ocho meses de aguaceros al año y donde otros tres son calcinantes y polvorientos, diciembre es el único mes en que tenemos un clima sensato, una breve tregua que nos da la naturaleza entre el fango y el polvo, entre ocho meses de lluvia y tres de sofoco. En diciembre, la atmósfera aún está límpida, purificada por las lluvias, y a pesar de un cielo azul y despejado, el sol no logra ajusticiarnos, gracias a una brisa fría del norte que nos mantiene con la frente en alto, en lugar de sudorosa.

Así que me llené los pulmones y me hice mil promesas y propósitos para mis vacaciones. Este año sí que sí –cavilaba–, este año sí que no dejo que se me pasen las vacaciones en un abrir y cerrar de ojos adormilados, esta vez sí que pongo manos a mi Obra, sí que logro darle a mi vida un pretexto.

Ay. Ojalá de alguna manera hubiera podido llegar a mi casa; ojalá hubiera podido tranquilizarme y descansar, aunque fuera descansar de no hacer nada. Si tan solo hubiera podido detenerme y mirar de frente el vacío de mi vida. Ojalá hubiera tenido el valor de dejarme caer hasta el fondo y allá, en lo profundo, darme cuenta de que no hay de dónde agarrarse, salvo de las propias tripas. Ojalá lo hubiera logrado, de verdad que lo intenté, apenas salí del aula, empecé mi letanía: «Tengo que llegar a mi casa, tengo que llegar a mi casa, tengo que llegar a mi casa» y hasta me pareció estar cerca de lograrlo, pero ¿cómo iba a llegar a mi casa, si no tenía?

Y porque un uno de diciembre es como el principio del fin del mundo; porque aunque uno pone, es dios quien dispone, y porque si los designios del señor son inescrutables lo son más aún los de las señoritas, por todo eso no pude largarme. Empecé a caminar muy digna Calle Cáustica arriba diciéndome: «Nada me atañe, nada me tienta», pero era imposible no tropezar con el bar del gordo Malone.

El gordo Malone… A ese debí haber dado caza esa tarde. Malón era un desarrapado. Llevaba todos los días un viejo y desteñido pantalón a ras de pubis y la misma camisa a cuadros, la del botón saltado que dejaba ver un atisbo de su peludo vientre terráqueo. En verano, Gordis sacaba al aire libre su ombligo profundo y algunas mesitas de su bar. Cómo lo hacía es difícil saberlo, pero lograba que cada día pareciera un día de fiesta excepcional. Tal vez era ese aparente descuido. Gordis Malón disponía las mesas como si estuviera dando una fiesta en la terraza de su casa y siempre había una montaña de sillas de plástico en una esquina, para que uno se sentara donde quisiera. Aunque estuviera vacío, su bar parecía animado; uno tenía la impresión de que prontito llegaría la turba y había que ver a Gordis acariciándose la barriga deliciosa, con la sonrisa intacta hasta las tres de la mañana. Era él, diría cualquiera, quien mejor se lo pasaba. Cuando el bar estaba abarrotado, a pesar de que sin duda estaría exhausto de resolver hasta el más nimio problema de la caja, de la cocina, de la limpieza, de lo que fuera, Gordis sacaba tiempo para pasearse entre los clientes de ojos enrojecidos sonriendo a sus quemados chistes con su maravillosa sonrisa de gordo –¡qué sonrisa tienen los gordos, qué camanances, qué cara de torta infantil con mirada lujuriosa!–; y rondaba de mesa en mesa, como un guardián del deleite, dando palmaditas en una que otra espalda, con muchas sonrisas y pocas palabras y siempre, siempre, astuto Gordis Malón, con una botella de cerveza en la mano, llena de agua.

Me pierdo en estas descripciones, deambulo por ellas como si el tiempo no fuera oro, pero es que me arrastra la bestia cursi que vive en mí y me hace exclamar: «¡Gordis, Gordis, debí enamorarte mientras pude, Gordis Malón!». Un hombre gordo luce siempre poderoso: un gordo, reunido con varios flacos, es el jefe; un flaco, entre gordos, un camarero. Además, me habría encantado ser la mujer del dueño de un bar de éxito. Nuestra casa quedaría en el piso de arriba del negocio; cada mañana me despertaría sin nadie al lado, que es lo que más me gusta, en la enorme cama del gordo. Gordis se habría levantado sin hacer ruido entre seis y siete, como todos los días, por cuestiones de trabajo. Con toda la parsimonia del mundo, yo me desperezaría por ahí de las once y tomaría un aromático café recién hecho, con sobras de la pizza de los clientes. Las horas de mis mañanas, infinitas y fugaces, consistirían en la lectura de los más mórbidos sucesos del periódico entre sorbitos de café, en el silencio matizado por el zumbido de las moscas y los murmullos del bar allá abajo, cuando empezara a calentar máquinas. A la una, con el pelo todavía mojado, bajaría al bar, donde ya estarían abandonando sus mesas los primeros clientes, los del mediodía. Le daría un besito discreto a Gordis acariciándole como quien no quiere los dos melones que tenía por nalgas, me abriría espacio entre unas servilletas arrugadas y grasientas desparramadas en mi mesa favorita y pediría mi almuerzo y mi primera cerveza. Gordis, que almorzaría a las once y media, pediría otro cafecito y me haría compañía un rato, por aquello del diálogo en la pareja. Luego vendrían la tarde, la noche, la madrugada y las cervezas. Yo me sentaría en la barra, minifalda, piernas cruzadas, a ver fluir el espectáculo sin fin de cada día y a coquetear con los clientes para ayudar a mi marido, quien, con paciencia obesa, me miraría de cuando en cuando de arriba a abajo con los ojos aguados y una expresión de promesas sexuales que no se cumplirían, porque los gordos casi no hacen el amor: otra de sus ventajas.

Pero no enamoré al gordo Malón. A decir verdad, ni siquiera se me pasó por la cabeza. En aquel momento yo no pensaba en lo que me convenía; ahora, menos. Nunca he captado el sentido grave de la palabra conveniencia.

De todas maneras, sin haberme casado con él, pasé mucho tiempo en su bar. Fue allí donde nacieron, crecieron y se reprodujeron todos los novios de mi época universitaria. No había manera de salir de las aulas e irse tranquilo a casita sin topar con el rancho espirituoso de Malón, menos aún cuando nos lo atravesaba en media calle y si, como ya he dicho suficiente, era una soberana primera tarde de vacaciones y el bar estaba lleno de gentes alegres, y parecía un buque atravesado en media calle, listo para zarpar.

Todos los que estaban en las mesas veían a los que pasaban por la acera como los pobrecillos esos que vienen a despedirse porque nosotros ¡ya nos vamos! Sí, un crucero era el bar, y la gente estaba recostada al espaldar de su silla como si fuera la baranda de cubierta y a los que por ahí pasábamos era como si algo nos dijera: «¿Vienen o se quedan?», y una hasta escuchaba la sirena y de un brinco, sin pensarlo demasiado, mejor se encaramaba al barco y se largaba, con la esperanza de que la trajeran de vuelta dos meses después, atontada, cuando ya hubiera pasado el fin de año y la navidad y las vacaciones; cuando ya no hubiera tiempo de pensar en nada, solo en volver a sentarse en las sillas del aula universitaria a improvisar páginas de páginas para un profesor sempiterno.

Llévenme y tráiganme luego, inconsciente. Llévenme, aunque regrese en pedazos; llévenme y hagan conmigo lo que quieran.

Pero no me dejen sola.

—Oiga, oiga. Oigá…

Un tipo, desde la borda, sin levantarse de su silla, me jalaba la manga de la blusa para llamar mi atención. Lo miré de reojo y pensé: «No, mejor no embarcarme», y ya había dado media vuelta para irme a casa, estaba a punto de lograrlo, dios mío, ya lograba alejarme a nado sin volver la vista atrás, cuando le oí decir: «Es que queremos invitarla a una cerveza».

Entonces me giré y los miré, a él y a sus tres amigos. Ellos también me miraron. Eran cuatro cuarentones, desentendidos y sonrientes. Verlos fue más bien reconocerlos. Los había visto mil veces, como pintados en las paredes de todos los bares que rodean la universidad. Eran una estampa, siempre con su misma ropa, sus mismos gestos, sus mismas sonrisas, igual que esos cuadros populares que el mundo entero conoce y reconoce, el del viejito socarrón de sombrero y jarra de cerveza en mano, con una ventana al fondo; o aquel de los perros de diversas personalidades jugando billar.

Me pongo un momento en el lugar de ellos: ven a una muchachita que viene por la acera y le dicen, como a todas las que pasan, que la invitan a una cerveza. Casi todas sonríen y se hacen las tontas; las de verdad tontas no sonríen porque se hacen las serias. Otras no sonríen porque de verdad no son serias. Pero ninguna se encarama al barco. En cambio esta servidora de ustedes, cuando la invitaron a una cerveza, respondió:

—Que sean más –y se sentó. Luego sonrió con todo el candor que pudo y añadió, como excusándose: «Es que hoy no le digo que no a nada».

Ellos rieron, no porque la frase tuviera gracia, sino de puro agradecimiento. Años llevaban ya de navegar en aquellos mares, años de contar los mismos chistes, de pensar igual de los temas de siempre; en fin, años de ser los mismos, fingiendo cada día ser otros.

El que me había llamado a la mesa era un tipo medianamente tonto que apenas me tuvo sentada a su lado, me preguntó:

—Oiga, oigá… ¿de verdad quiere una cerveza?

Sopesé con forzada calma la opción de levantarme e irme. ¿Qué clase de trampa era aquella? Lo miré fingiéndome turbada e incómoda y le dije:

—¿Cómo?… no entiendo… –y empecé a ponerme de pie.

Los otros tres miraron al tipo medianamente tonto como si hubiera sido tonto por completo y se apresuraron a ratificar la merecida invitación. Luego me las ingenié para que me rescataran de tener que hacer todo el viaje junto a él.

Y ahora, esperemos a que llegue mi cerveza helada antes de seguir adelante. Quiero tomarme el primer trago y que me invada esa sensación de tener las piernas y los brazos rellenos de algodón. ¡Ah, qué bien me siento con solo imaginarlo!, ya tengo la sonrisa fácil y empiezo a comprender, llena de entusiasmo, que no hay para qué tomarse demasiado en serio esta vida, si a fin de cuentas solo hay una y se pasa rápido. Esperemos a que llegue mi rubia y, mientras tanto, congelemos a estos cuatro señores para conocerlos mejor antes de seguir adelante.

Empiezo por el que parecía mayor de lo que era. Su cara y su pecho conformaban una maraña apetecible de canas y arrugas. Era del tipo sin bañar y sin peinar, pero no daba la impresión de alguien librado al abandono, solo digamos: al descuido. Hasta su ropa desgastada hacía juego con su cara y su cuerpo curtidos. Tenía los ojos siempre húmedos y rojos como los de un perro viejo y olía a limonada sin azúcar, de tanta marihuana que fumaba. Cada detalle en él indicaba «soy un hombre solo», como todos en aquella mesa aquella tarde, pero él era el único que quería seguir siéndolo. No tenía huellas de ex esposas, ni novias, ni hijas; desde los catorce años no tenía madre, solo amantes, muchísimas amantes.

Se pasaba la vida presentándose a concursos de poesía bajo el seudónimo de Arabesco que, a pesar de lo que le gritaba la experiencia, decía que le traía buena suerte. Hiciera frío o calor, llevaba siempre su vieja chaqueta de cuero con los bolsillos llenos de recortes y fotocopias de bases y más bases de certámenes internacionales que prometían premios «únicos e indivisibles», que no podían ser declarados desiertos. Eso sí, nadie despotricaba más contra esos concursos que él mismo. Decía que estaban arreglados, que eran pura corruptela.

Arabesco hablaba. Mucho. Sobre todo contra el éxito y la fama. Aunque, cuidado, no nos confundamos: a pesar de eso, o tal vez por eso, tenía la mirada y el andar dignos y triunfadores. Viéndolo acercarse cualquiera lo reconocía por su manera de caminar cual si no tocara el suelo, ajeno a la podredumbre humana, la melena canosa al aire, el culo apretado y la mirada absorta en un más allá, no demasiado lejano. Y tuvo las mujeres que quiso, este insigne poeta inédito; las conquistaba con sus discursos amargos y su apariencia de galán a pesar de sí mismo. A sus cuarenta y cinco, que es la edad que tenía cuando esto, con el arcaico (pero siempre efectivo según los terrenos) método de «ni tengo dinero ni soy un caballero», estaba siempre rodeado de jóvenes poetisas en vías de desarrollo que le dedicaban sus primeros libritos reciclables.

Como los poetas de cierta altura, Arabesco hablaba muy diferente de como escribía. En sus poemas, usaba palabras exquisitas y lo llevaba a uno de un verso al otro en un armonioso juego de espejos y de reflejos; en cambio, en una mesa de tragos, usaba un lenguaje lleno de desesperación –digo yo que era eso–, pobre y enviciado, hecho de frases inconclusas y dobles sentidos que nadie entendía. Lo malo de Arabesco era que no tenía sentido del humor. Se reía mucho, que no es lo mismo, y veía chistes donde no los había, pero no tenía verdadero sentido del humor. Esto tal vez fue lo que le impidió ser tomado en serio y, lo más lamentable: pasar de poeta a poetaza.

Ahora, con ustedes, Caballón, el segundo de a bordo. Dicen que no le decían Caballón por su apellido, sino por sus enormes dientes cuadrados, sus muslazos y sus rebuznos. Caballón tenía una característica enervante, o si no enervante, por lo menos incómoda como una broma tonta. Verlo alejarse por estas aceras de dios era ver un metro noventa de músculos, una enorme espalda pendulante y una broncínea nuca de toro bañada por rizos de miel y sol. Acelerando el paso para adelantarlo y terminar de deleitarse en su belleza, uno se encontraba los rizos de miel enmarcando unos ojos celestes… en una cara burlonamente redonda, llena de marcas de varicela y acné, retocada con una narizota a punto de caer y unos labios carnosos de hombre poco filosofal. Era desmoralizante: Caballón era medio hermoso y medio horroroso. Después de perseguirlo a lo largo de cincuenta metros de acera, daban ganas de darle una bofetada, por embustero.

Culpa de esa incumplida promesa de hermosura, Caballón llevaba un indeleble sello de premio flaco o de consolación, y él no lo ignoraba. Debió de ser duro cargar con aquella estampa equívoca y su carácter se quedó nadando entre dos aguas, entre el desparpajo de esos que se saben guapos y miran a los ojos prometiendo intimidad, y la docilidad de los feos que se contentan con ser confidentes de las bellas. Ante la duda, Caballón había recurrido al mutismo. Como estrategia, no resultó tan desacertada. El silencio subsanaba un algo el abismo entre sus partes, brindándole unas pinceladas de misticismo a sus rasgos de camionero de Ohio.

Caballón era pintor de brocha delgada. Mejor le hubiera quedado entrenador de natación o modelo de ropa interior, pero quién podía hacérselo entender. Cuando esto, tenía treinta y nueve años y tres de dedicarse a la pintura, para alivio de su familia. La vida de Caballón, desde sus quince, había sido una muy larga película psicodélica. Pero esta gracia dejó de serlo cuando, a los treinta y cinco, se robó el carro de su madre y se estrelló en una autopista de las llanuras del norte, contra la nada. Fue a partir de entonces que Caballón terminó de sumirse en ese mutismo que tan bien le sentaba. (Arabesco, con la suspicacia que da la automarginación –o viceversa–, está convencido de que a su amigo le hicieron algo en el hospital para dejarlo así alelado, con consentimiento de la familia, esa gentuza burguesa que ya no sabía qué hacer con él.) Poco a poco, con dinero y amor, su abuela y su madre lograron reducirlo a unos pinceles y un lienzo pocas veces profanado, si bien danza acuática, por ejemplo y como ya se ha dicho, habría resultado, cuando menos, más halagüeño para la vista.

El tercero, ante mi mirada, se descongeló y se apresuró a presentarse él mismo:

—Yo soy arrrtesano –dijo y estuvo entre sonreír y no sonreír y al final no se resolvió.

Difícil ahora explicar qué significa este arrastramiento de eres. Difícil porque es una cuestión –¿cómo diríamos?– de oído. Pero puesto que yo estudié el arrrte de decir en jerigonza lo que se entiende mejor cuando nadie lo explica, daré la explicación de lo que será evidente más adelante. Eso de arrastrar las eres y otras letras es resultado de la comprensión intuitiva de que entre lo sublime y lo ridículo no hay más que un paso; ante lo cual, se arrastran letras de palabras que, dichas en serio, ganarían en solemnidad lo que perderían en seriedad.

Así que, como venía contando: dijo su oficio y miró a Arabesco y a Caballón buscando su complicidad y, por la forma en que le medio sonrieron, supe que tenía por lo menos veinte años de hacer la misma gracia cada vez que decía a qué se dedicaba.

El artesano sí que no cultivaba el aire del descuido. Olía a colonia de cierto precio, su ropa se veía nueva y estaba limpia y planchada, su pelo negrísimo era abundante, brillaba mucho y lo llevaba bien peinado, aunque ya en aquella época se usaba bien despeinado, y en sus ojos y en su piel se evidenciaba la salud. Sus cuarenta años salían por aquí y por allá, como en una que otra cana y arruga, pero en nada parecía un señor, para empezar porque iba vestido con tenis de cuero y visera deportiva, como solo por excepción se visten los señores, para ir al supermercado los domingos. Esto, dicho sea de paso, también delataba a estos ilustres cuarentones, esto de estar a las tres de la tarde un jueves laboral cualquiera tomando cerveza en un bar al aire libre: lujo que, si uno se pone a pensar, solo se lo dan quienes no pueden permitírselo.

Cuando sonreía, el artesano sonreía con toda la cara. Miraba a los ojos al hablar y cuando le hablaban, y escuchaba más de lo que abría la boca, cosa rara en los de su edad. Sus gestos siempre estaban acordes con lo que se estaba conversando, así que no sonreía mientras le contaban algo siniestro, ni se quedaba serio o alelado ante un buen chiste. Era expresivo, de carcajada sonora y mirada profunda, de gestos delicados y masculinos, y no tenía tics o manías que pusieran nervioso a quien hablara con él. Esta expresividad, signo innegable de elegancia o, al menos, de una cierta sinfonía neuronal, lo diferenciaba de sus amigos, que no se concentraban en un tema más de dos o tres minutos y que estaban siempre nerviosos, acechando en todas direcciones, aguardando quién sabe qué verdes demonios.

Sin embargo, a pesar de tanta armonía, algo desentonaba con el conjunto y el artesano a menudo arrastraba las erres de manera burlona en momentos en que no se entendía de qué se estaba burlando. Algo en él era como una cuerda de guitarra mal tensada y sus gestos y su manera de hablar parecían los de un aristócrata refinado que llevara años perdido en una isla salvaje. Y ahora que lo pienso, eso era: nunca lo abandonó la huella de haber sido un principito. Al artesano, los primeros siete años de su infancia, le habían inculcado una aristocracia que después resultó, cuando menos, inoperante

Tal vez su sonrisa era tan completa y su mirada tan intensa porque, al igual que la pintura blanca se ve más blanca con una gota de negro, nunca dejaban de verse, allá en el fondo de sus ojos, unas gotas de nostalgia, de paraíso extraviado. Hasta su apariencia física reflejaba tiempos mejores. De hecho, hacía veinte y aún diez años, el artesano había sido el guapo del lugar. Y seguía estando en forma, con los mismos pelos en el pecho, el mismo bigotazo y la soberana melena oscura, pero los nuevos gustos impuestos por la moda lo habían atropellado. Él era ver un modelo de marlboro de los setenta y se había quedado con la idea de estar para ser comido; por eso todos sus gestos –su manera de mirar, de empinar el codo, de sonreír y poner un instante su mano sobre la rodilla de la mujer– eran los de un tipo que se cree muy guapo, sin estar del todo equivocado.

Solo falta presentar al medianamente tonto. Era sociólogo, quién no lo hubiera apostado. Hay siempre uno entre los que se dedican al arte, y que les cree: he aquí, en líneas generales, su primer gran fallo. Es él, incluso, quien muchas veces los anima, les dice que ellos son la lucidez de la sociedad y que por eso los marginan; es él quien les explica, con cervezas claras y razonamientos espesos, a qué cosa absurda se le llama éxito, y les hace ver por qué no deben siquiera aspirar a tenerlo: porque el artista, al tener éxito, pierde en el acto la lucidez y con ella su razón de ser. Y esto el medianamente tonto lo dice para animarlos en sus crisis, para infundirles la fuerza de seguir adelante, por desatinado o maligno que parezca.

Un medianamente tonto –genéricamente hablando– tiene la misión de llamar a las muchachas que pasan por la acera, invitarlas a los primeros tragos y presentar a todos los de la mesa. Desde una edad temprana, esta especie de personaje alaba las virtudes de sus amigos con la esperanza de que se le contagien, o de parecer igual o superior a ellos por ensalzar sus dones. Suele terminar de paño de lágrimas de las hembras que él vio de primero y morir sin conquistas sustanciosas. Sobrevive en este agreste panorama con la esperanza de que un día las mujeres se cansarán de esos infames que se dedican al arte, de sus infidelidades con coartadas creativas, de las refinadas torturas que les infringen con la supuesta inocencia de un niño curioso, de sus propensiones ciclotímicas (el medianamente tonto será quien introduzca esta palabra en la cabecita de una mujer despechada, mientras le seca las lágrimas con su áspero pañuelo), de sus angustias ante la página en blanco y sus euforias ante la obra terminada (cuando convendría un poco más de lo contrario). Así sobrevive el medianamente tonto en este mundo de muchas palabras y poca acción, con fe en que un día todas las amantes de sus amigotes dirigirán a él sus miradas húmedas y exclamarán: «¡Oh, cuánto tiempo corriendo a ciegas tras el amor, oh, y lo teníamos al lado» y caerán en sus brazos. Dicho sea de paso, si cayeran en sus enclenques brazos de intelectualoide, esas sufridas mujeres serían víctimas, una vez más, de las mismas vejaciones, solo que el medianamente tonto alegaría razones políticas y sociales que, créanme, no merecen siquiera ser mencionadas.

De todas formas, la misión del medianamente tonto en aquella tarde magnífica termina aquí, porque no era más que invitarme a mi primera cerveza y ya la veo venir en sudorosa jarra y hasta distingo sus destellos como una danza de dorados duendes enloquecidos. Así que, a la una, a las dos y a las tres: quedan todos descongelados.

—¿Y usted cómo se llama? –me preguntó el artesano.

—¿Que cómo me llamo? –me quedé pensando en la pregunta–: Uf… ¡Ahí está el asunto!

—¿Cómo? –preguntó divertido.

Solté una risita nostálgica, resignada ante el mismo guion de siempre.

—Ahora le toca decirnos su nombre –insistió, coqueto.

—Mi nombre, mi nombre, mi nombre…

—No sea tramposa –dijo recostándose en su silla, cerveza en mano. Dio un gran trago y luego miró a los otros tres, sopesando si aquello les hacía gracia o no, dudando él cómo debía tomárselo. Pero Arabesco, Caballón y el medianamente tonto me miraron como a una televisión sin sonido.

—Vos tampoco dijiste tu nombre, solo dijiste que eras artesano.

—Eso mismo.

—Qué gracia.

—¿Adónde está la gracia?

—Suena así como de la Edad Media. No sabía que uno podía dedicarse a eso en serio en estos tiempos.

—Ya ve –dijo con tosquedad, echándose otro gran trago de cerveza–. Para que aprenda.

—¿Y de qué vive un artesano?

El tipo soltó una risotada antes de responderme:

—¡Del sol!

—Ya. A propósito, ¿por qué no me invitás a otra cerveza?

Me había zampado la primera en tres tragos. Al fin empezaba a parecerme que el tiempo no era nada, nada importante, y que cuanto más rápido pasara, mejor. Por eso yo adoraba todos los brebajes que pudieran ofrecerme, porque desde el primer sorbo me disipaba, pensaba que no había ningún lugar mejor en el mundo para estar que el lugar en el que estaba, y porque aún así, en media calle con cuatro desconocidos, me sentía la reina absoluta y soberana de mi mismidad.

Algo me jalaba otra vez la manga de mi blusa. «La invito yo», dijo el medianamente tonto. Me encogí de hombros, aunque con una sonrisa agradecida. Este asunto de la logística etílica es cosa que los hombres, con gestos indescifrables y acuerdos tácitos, resuelven con milagrosa eficacia, si se toma en cuenta lo que ellos creen que ahí está en juego.

Se organizaron y al rato mi jarra estaba llena otra vez. Luego –imposible sacarle una idea de la cabeza– el artesano insistió en saber mi nombre.

—¿Y el tuyo, cuál es? –me intrigué.

—Adivine –propuso.

—Ay, no –se me escapó un suspiro.

—Qué muchacha esta… –se oyó decir entre dientotes a Caballón, sin ningún tono en particular.

—Mucho cacareo pero nada que pone el güevo –me soltó Arabesco, ¡a mí!… que solo quería divertirme.

Y estaba tramando qué responder a aquel semiverso, cuando se hizo innecesario, porque intervino el artesano. Mirándome a los ojos con toda su nobleza, me dijo:

—A mí me dicen Tato1.

—¿Tato?

Me detuve un momento a paladear aquella palabra tan bisílaba –Tato, Tato– esperando su regusto, pero –Tato, Tato–, por más que la repetía, no encontraba lo que buscaba. En estas me distraje hasta que oí de nuevo su voz metálica que me decía: «Déjese ya de vainas, linda», y volvía a preguntarme el nombre.

«¿Ahora qué hago, qué le digo?», pensé. Por mi mente desfilaron muchos nombres; mejor dicho: todos los nombres. Hasta que al fin:

—Me llamo Azul –se me ocurrió decirle, recordando que nunca falla ese color en un corazón sensiblero.

Maldita la gracia. A él le fascinó:

—¡Es una belleza!

—¿Ah, sí?

—¡Qué lindo: Azul!

—Pues es mentira.

Pero él no escuchaba:

—¡Azul, qué belleza de nombre!

—Hombre, ¡que no es verdad!

—¡Azul, Azul!

—Que no.

—¡Bella Azul!

—Que no, güevón, que no.

—¡Azul, Azul, Azul!

—Huy, dios.

Así empieza la historia.

1Sí, Tato al fin ha recuperado el nombre que tenía en la primera versión de la novela, pero que la madre de la autora (depd) rogó fuera cambiado, por motivos tan inconfesables como imaginables.

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Sobre el autor

Catalina Murillo

Catalina Murillo

El 6 de junio de 1970, nació Catalina Murillo Valverde en un taxi, en Costa Rica. Cursó todo el colegio en el Liceo Franco, estudió Comunicación en la UCR y guion audiovisual en la EICTV. A los 28 años emigró a Madrid. Ha publicado "Marzo todopoderoso" (novela) y "Corredoiras y Largo domingo cubano" (cuento y crónica, "Tiembla, memoria" (novela), "Maybe Managua", columnas y artículos en diversos medios. Actualmente vive en San José, Costa Rica y da talleres sobre escritura en el Centro Cultural San José.