Autor Bernabé Berrocal

La Nueva Normalidad se veía aún lejana cuando circuló este meme, en Semana Santa del Año del Búfalo. La gente estaba ansiosa. Había tácito consenso, a partir de lo visto al otro lado del charco, de que nos hallábamos en el ojo del huracán y era cuestión de tiempo para que el viento volviera a ponerse en marcha, doblando árboles y palmeras y haciendo volar y traquear todo de nuevo.
Un año atrás, amanecíamos sintiéndonos Gregorio Samsa y, hoy, como el tácito personaje del cuento de Monterroso, El dinosaurio: atravesamos la primera y segunda ola, contamos más de tres mil fallecidos y, cuando despertamos, la pandemia todavía estaba allí.
La gente procuraba volver a las antiguas rutinas. Iba a la costa cada que podía y se atiborraba de Netflix, y fútbol, siempre que los campeonatos no fueran suspendidos por exceso de jugadores positivos a Covid. En su afán, tenían la impresión de que el tiempo se aceleraba, recordándome el poema de Bertolt Brecht:
Estoy sentado al borde de la carretera
El conductor cambia la rueda.
No me gusta estar allí de donde vengo.
No me gusta ir adonde voy.
¿Por qué tanta impaciencia
Mirando cómo cambia la rueda?
Al igual que los demás, me limitaba a seguir tirando. Conservé mi empleo y no había muerto nadie de mi círculo de amigos y familiares. Por solicitud de un buen amigo, quien por propia seguridad y la de su esposa, siendo ambos adultos mayores, decidieron instalarse en su finca de Sarapiquí durante el tiempo que durara la pandemia, me mudé a su casa de Barrio Luján. Ya no haría uso de los coronabuses TUASA, reduciendo las probabilidades de contagiarme, y mi consultorio se hallaba a quince minutos, a pie.
¿Por qué siempre escribo acerca de gatos?, meses atrás me lo preguntó la viróloga, quien a principio de año se marchó a los Países Bajos, en una secuencia de hechos abruptos, por no decir atropellados, que empezaba con la repentina noticia del visto bueno a su proyecto de investigación, renuncia a su laboratorio en el MAG y pasando por la complicada logística del viaje llevado a cabo en medio del Lockdown europeo, para cerrar con aquella imagen suya, los ojos extenuados sobre el tapabocas floreado, como molida a golpes en la sala de abordaje que al fondo lucía desolada y en espera ella del resultado de su prueba de antígeno, llegado escasos minutos antes de partir el vuelo de KLM que había dado por perdido.
Bye, escribió, debajo de la foto.
Horas después: saluditos desde París, con el emoticón de la manita que dice adiós.
Me acordé de su observación puesto que Luján resultó ser, precisamente, el barrio gatuno de San José. Por donde quiera que uno fuera, sobre todo después del anochecer, había gatos. Desconfiados como son estos animales, las angostas y ahora vacías calles de Luján, con sus casas de fachadas estrechas y muy juntas, supondría para ellos un ambiente de seguridad, de claustro. En menos de tres saltos emergería ante ellos una puerta, abertura o recodo donde escabullirse en caso de suscitarse una de las persecuciones en que suelen verse involucrados y que consume buena parte de su tiempo y energía. Cuando no dormitan sobre un techo o en el fondo de una cumbrera, o en las alfombras en el quicio de las puertas, donde pacientemente se acicalan, los gatos de Luján andan en su movida persecutora, delante o a la zaga de algún semejante. Van y vienen de una acera a otra, o forman grupos en las esquinas o frente a alguna de las casas que establecieron como puntos de reunión, ignorando el llamado de los carajillos que, cautivos de la pandemia, sacan la mano a través de los portones.
Una vez, frente al KFC de San Pedro de Montes de Oca, una chica y un chico, empleados del restaurante, comentaban el incidente que tuvo lugar esa misma mañana. Ella apunta con su dedo hacia la azotea del edificio URBN al otro lado de la calle, luego lo hace descender por los treinta pisos de la fachada hasta el punto donde había caído el cuerpo. La mirada absorta del muchacho fue y vino del dedo de su amiga a la azotea y luego al suelo, delineando en el aire un triángulo cada vez más trágico y escaleno. Por desgracia, yo mismo fui testigo del hecho. Resultó tan impactante, que no detallaré en la descripción. Diré así: el cuerpo se desplomó sobre la acera como un saco repleto de yucas que a cinco metros de tocar el suelo empezara a abrirse y, además, sonó como tal. Del saco, roto tras el impacto, salieron rodando un par de naranjas.
Prefiero que no me contés esas cosas, dijo la viróloga, al narrarle el hecho un par de semanas después. Disculpá, contesté, preguntaste cómo iban las cosas en tiquicia.
El fragmento azul marino del cielo de Utrecht, a espaldas de ella, atravesado como estaba en el marco de la ventana por una rama cubierta de nieve, se asemejaba a una pintura. Es un abedul, comentó, el campus está lleno de ellos.
Se hallaba trabajando en la patogénesis de los virus, es decir, cómo estos ingresan a la célula y producen la enfermedad… Y de paso, pensé, el colapso respiratorio y de hospitales y el paisaje de chiquillos blandiendo la mano a través de portones e insolventes estrellándose contra las aceras.
Mejor decime qué tal avanza el texto apocalíptico, preguntó, aquel de la rayita morada en el cielo.
Violácea.
Ok, rayita violácea.
“Cada uno de los incontables fragmentos en que fue trozada la carne desprendida de la osamenta, triturada a mazo con odio desmesurado, insano, draconiano, junto a pliegos de piel arremolinados en una esquina con aire de papel cebolla y adheridos a mapas de sangre cristalizada bajo intermitente luz de unidades policiacas y de televisoras, empezaron a flexionarse por cuenta propia, desplazándose hacia ese punto cardinal misterioso que marca el designio de hordas de gusanos, bancos de peces y nubes de insectos, lógica de las especies, del óvulo y el espermatozoide, del ADN y del ARN y del blastocisto y la mórula; grasa y agua volvieron a sus respectivos afluentes y lo que era polvo quedó en el polvo junto al dañino colesterol y así, en trance purificatorio, lo óseo fue con lo óseo y músculo con músculo y arterias y venas y cartílagos y nervios cada cual a lo suyo hasta que la cabeza de cuencas vacías, rodada bajo un paño con risa de pájaro muerto y colonizada por hormigas, se dirigió a la coronación del embrión inusitado. El cuerpo depurado recordó al erguirse el invisible episodio acontecido en la gruta mortuoria hace dos mil años o bien, prosaicamente, a la escena de Terminator en que al superhombre ciborg lo envuelve el primer hálito de vida, pero ahora luciendo un pene erecto, hermoso, de toro albino…”
Detuve mi lectura y alcé la mirada hacia la pantalla.
Así que el relato, preguntó, terminará en que Óscar Arias resucita y todo vuelve a la normalidad.
A la Nueva Normalidad.
Enarca las cejas y se queda pensando. Era obvio que pasó por alto el chiste, si es que allí había un chiste. Nueva Normalidad, dice, qué putas significa eso.
Fue la pregunta que la gente se hizo durante el Año de la Rata. Cuestionaban su veracidad, cuándo llegaría y, sobre todo, si serían capaces, antes, de reconocerla y luego, de asirse a ella. ¿Se instauraría como las estaciones climáticas o se justificaba la desconfianza de quienes desde un principio exigieron apurar el trago, viendo que la añorada normalidad se acercaba con parsimonia de coche bomba? Muchos temían no poder asumirla y quedar obsoletos, abrazados al cadáver de lo anterior y, sin tiempo de llevar el duelo de algo tan preciado, lo venidero se figuraba como extensión de lo anómalo.
¿Nos percataremos de la ruptura?, preguntó ella, ¿del punto de inflexión?
Le resumo un cuento de John Cheever acerca de una pareja que, a pesar de haberse divorciado hace años, cada Día de Acción de Gracias ella le pide a él que finjan seguir casados, pues los padres de la mujer, ancianos y enfermos, no soportarían la mala noticia.
¿Y eso qué tiene que ver?
Cheever describe la cotidianeidad del encuentro familiar, que transcurre sin sobresaltos: el brindis, las anécdotas y bromas durante la cena y más tarde las buenas noches, antes de, bajo cualquier frugal pretexto, pasar a dormir en camas separadas.
Mi punto es la forma natural en que Cheever finiquita la relación para siempre. ¿Sabés cómo lo hace?
No sé. ¿Pelean y se descubre la trampa?
Para nada. Mientras vuelven en tren a la ciudad, adormilados por la oscilación monótona del vagón sobre la línea férrea, el tipo le dice a ella que irá a la parte trasera para tomar aire fresco, o fumar, no recuerdo. Mientras fuma o toma el fresco observa por un instante la cabeza de ella, su cabello. En fin, que la mira por un instante: “Nunca más la volvería a ver”, cierra el relato.
¿Eso es todo?
Sí.
Terminará todo esto como en un cuento de Cheever, me pregunté. Le pregunté. Ella no lo sabía. Nadie sabía. Indagué por su calicó. Antes de despedirnos, conversamos sobre patogénesis de virus felinos, luego sobre los gatos de las calles de Barrio Luján.